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Alberto Acereda

Las fisuras de la democracia

Uno de los mayores logros de la democracia liberal ha sido y es la creencia en tres pilares básicos: la libertad individual de todo ser humano, la igualdad de derechos para todos y la fraternidad entre los hombres del mundo. John Stuart Mill ya nos explicó hace siglo y medio que una de las funciones indiscutidas de todo gobierno radica en hacer respetar esa libertad y en tomar precauciones contra el crimen. También nos recordó que “él único fin por el cual es justificable que la humanidad, individual o colectivamente, se entremeta en la libertad de acción de uno o cualquiera de sus miembros, es la propia protección”. Una de las grandes fisuras de la democracia es no desarrollar hasta el máximo necesario todos los mecanismos legales para acabar con quienes atentan contra la misma democracia. Su pervivencia como forma de gobierno radica en saber cómo detener a los grupos asesinos y terroristas que detestan los valores democráticos pero que se benefician de ellos para generar horror y muerte entre la ciudadanía.
 
En su reciente libro An End to Evil, Richard Perle y David Frum sugieren que en la guerra contra el terrorismo los Estados Unidos no deberían reconocer a los asesinos los mismos derechos que a cualquier otro ciudadano. Alan Dershowitz, prestigioso abogado y catedrático de Derecho en la Universidad de Harvard, defiende el uso de la tortura contra los terroristas en circunstancias claramente estipuladas por la ley. En su último ensayo The Lesser Evil: Political Ethics in an Age of Terror, Michael Ignatieff también es partidario de la adopción temporal de medidas excepcionales y justificadas para luchar contra el terrorismo. El debate sobre cómo deben las democracias combatir el terror ha calado en la opinión pública mundial y es posible ya ver en las cadenas de televisión norteamericanas las diferentes posturas sostenidas, por ejemplo, entre un antiguo agente de la CIA y un miembro de la organización Human Rights Watch.
 
Este debate no resulta nuevo en países como España, Colombia o Israel. En los ochenta, España vivió el estrepitoso fracaso del socialismo en su particular guerra ilegal y antidemocrática contra el terrorismo. A finales de los noventa, y sólo cuando el gobierno de la derecha española pudo poner a funcionar los mecanismos legales para combatir el terrorismo, los asesinos se vieron contra las cuerdas. Las masacres terroristas perpetradas entre Nueva York y Madrid demuestran que estamos ante una nueva dimensión del terrorismo global. De ahí que sea tan importante no dejar ninguna fisura abierta en nuestras democracias, emplear todas las vías del estado de derecho y seguir manteniendo inalterables los pilares básicos que han hecho viable la democracia liberal en los últimos dos siglos.
 
Será un error no reconocer las fisuras de la democracia y negar la necesidad de ampliar y desarrollar un sistema legal que, sobre la base de la fundamental Declaración Universal de los Derechos Humanos, utilice todos los medios para acabar con los asesinos y quienes los protegen. El mismo Stuart Mill nos advirtió que de los actos perjudiciales para la libertad de los demás es responsable el individuo. Los terroristas y quienes los apoyan tienen, como individuos, nombres y apellidos. Hay que perseguirlos y encarcelarlos. Quienes se niegan a participar en esa labor amparan a los criminales y atentan contra la democracia. Quienes pactan con los terroristas o con grupos que los apoyan cercenan nuestra libertad. Quienes retiran los soldados en esta guerra global son cómplices de que los asesinos sigan incrustados en las fisuras de nuestra democracia.
 

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