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Pío Moa

La ruptura de las reglas del juego

La política es el territorio de la lucha por el poder, y por tanto de la violencia. Una de las grandes ventajas de la democracia es que permite la alternancia en el poder sin revoluciones o violencia, pero ésta sigue presente implícitamente. Podría formularse así: “Yo acepto que tú gobiernes, resignándome a una oposición pacífica, siempre que tú respetes las reglas del juego que garantizan la limpieza electoral y las libertades y derechos que a mí me permitirán, eventualmente, gobernar a mi vez”. Obviamente, si una de las partes rompe las normas, está imponiendo un despotismo, y la otra parte queda automáticamente liberada, a su vez, de respetarlas –en otro caso quedaría en desventaja y forzado a respetar la arbitrariedad--, con lo cual la violencia tiende a reaparecer en toda su crudeza.
 
Por lo tanto, la democracia no puede funcionar si sus principales partidos no aceptan las reglas, normalmente condensadas en las constituciones. Aquí surge un problema: ¿qué ocurre con los partidos antidemocráticos? Porque las libertades no lo serían si ellos no pudieran ejercerlas también. Así, los partidos comunistas y otros totalitarios han disfrutado y disfrutan de las libertades democráticas, pero está claro que ello resulta aceptable sólo en cuanto no alcancen el poder, pues si lo hicieran y aplicaran sus concepciones, la democracia naufragaría. En otras palabras, la democracia descansa en el supuesto de que la mayoría de los ciudadanos no votará a un partido contrario a las libertades; y por lo común así ha ocurrido. Pero no siempre. Hitler obtuvo el poder democráticamente, y afirmando que no iba a eliminar la Constitución, sino a interpretarla de manera más “profunda” (más “generosa”, quizá dirían otros ahora). Lo mismo ocurrió con Allende, también llegado al poder por medios democráticos, para enseguida comenzar el proceso de demolición del sistema de libertades.
 
Tradicionalmente el PSOE ha sido marxista y, por tanto, antidemocrático. Fue el mayor cáncer de la república y el principal causante de su ruina, autor de la rebelión de octubre del 1934 –70 aniversario de ella este año– contra un gobierno legítimo. Rebelión diseñada textualmente como guerra civil. Rompió entonces con la Constitución impuesta –que no consensuada– por la propia izquierda, toda la cual apoyó políticamente, y casi sin excepción, la insurrección armada del PSOE y la Esquerra catalana. El sistema republicano pudo entonces quebrar si la derecha, sintiéndose a su vez liberada de las obligaciones constitucionales, hubiera replicado con un contragolpe. Pero defendió la ley y las libertades, y en 1936 las izquierdas volvieron al gobierno tras unas elecciones anómalas. Que no habían aprendido ni rectificado nada desde el 34, lo revela el maremagnum de disturbios y crímenes subsiguiente, amparado de hecho por un gobierno que perdió su ya dudosa legitimidad de origen al negarse a hacer cumplir la ley, la cual pasó a imponerse desde la calle. Conocemos el resultado.
 
Pero el poder en manos de un partido antidemocrático no es el único peligro. Un partido moderado puede dejar de serlo una vez en el poder, puede abusar de éste, vulnerando los derechos y libertades comunes. Esa tentación alcanza, con más o menos intensidad, a todas las fuerzas políticas. La oposición debe impedir que el abuso llegue muy lejos, pero el partido gobernante tiende casi siempre a usar su superioridad de medios para reducir a la impotencia a la oposición. El problema consiste en saber cuándo las vulneraciones amenazan destruir el sistema y hasta dónde pueden ser toleradas.
 
Durante la transición el PSOE abandonó el marxismo y apareció como un partido moderado, pero cuando consiguió el poder multiplicó sus ataques a la democracia. Intentó blindar la corrupción mediante leyes que impidieran su denuncia –y el nivel alcanzado por la corrupción constituía en sí mismo un ataque al sistema–; urdió conspiraciones para destruir o menguar la libertad de prensa, hundiendo a medios de masas críticos hacia él; en su tratamiento del terrorismo combinó la negociación con los delincuentes y la persecución ilegal de ellos; y así muchos otros actos que en algunos momentos llevaron al sistema a una situación difícil. Por fortuna la resistencia de la sociedad civil y las elecciones terminaron con el largo gobierno de aquel grupo insaciable de poder y de dinero, antes de que el mecanismo democrático se resintiera de modo irreversible.
 
Pues bien, ahora volvemos a una situación semejante. Para reconquistar el poder, el PSOE, en alianza con los comunistas y los secesionistas, ha utilizado tácticas extremistas y violentas, pretendiendo imponerse desde la calle y promoviendo en toda España un ambiente similar al de las Vascongadas. Apenas ganadas las elecciones, sus primeras medidas sólo pueden interpretarse como una victoria en toda regla del terrorismo islámico: ha sido, sin duda, la más importante victoria obtenida por Al Qaida hasta la fecha, confirmación aparente de su estrategia bélica de “cuarta generación”, mal conocida en España, o deliberadamente ocultada por algunas fuerzas políticas. Muchas concepciones y actos del actual gobierno tienden a otorgar rentabilidad política al terrorismo. Por otra parte la actual oposición va a encontrar enormemente limitada su capacidad de expresión… debido sobre todo a sus propias torpezas.
 
Estos hechos vulneran gravemente las reglas del juego democrático, sustituyen la moderación por el extremismo, y la política por la demagogia. Su gravedad consiste en que no son simples salidas de tono o estridencias momentáneas, pues se encuadran en una estrategia para acabar unilateralmente con la Constitución. Si la ley básica ha funcionado durante un cuarto de siglo, a pesar de sus fallos, de las vulneraciones de la época felipista y de la constante erosión e incumplimiento de sus normas en Vascongadas y Cataluña, se debe a que, en contraste con la Constitución republicana, la actual fue elaborada por consenso de casi todas las fuerzas políticas relevantes. Pero ahora, siguiendo una vieja tradición de trágala, golpista en el fondo, las izquierdas y los nacionalismos regionales pretenden hacer tabla rasa de la Transición democrática y fabricarse e imponer una Constitución a su gusto y al de quienes proclaman sin rebozo su intención de disgregar España.
 
Tal propósito, lo disfracen como lo disfracen (“generosidad”, “valentía”, “pluralismo” y hasta “regeneración democrática” le llaman ahora) sería totalmente inaceptable para millones de ciudadanos, entrañaría una ruptura radical de las reglas del juego, e impondría en España una forma de despotismo.
 
Lo cual plantea un arduo problema: ¿cómo reaccionar a esa ruptura, y por tanto al peligro evidente de ruina de la democracia? No tengo la respuesta, pero el asunto me parece grave en extremo, y merecedor de la más seria reflexión.

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