Nunca ha tenido la Izquierda Catalana desde 1977 otra identidad que la negación. Al principio era la negación de Franco; sobre todo, muerto el Dictador, que es cuando emergieron por doquier antifranquistas hasta entonces inéditos. La llegada de Tarradellas, aunque balsámica para las relaciones con el resto de España, no cambió la razón de ser de esa izquierda, que aceptaba cualquier nacionalismo antiespañol y negaba la condición democrática de cualquier derecha española, primero UCD y luego AP, siempre con el mismo argumento: seguía siendo el franquismo y hasta el fascismo, que para estos progres irredentos, más radicales cuanto más lejana la dictadura, Suárez, Fraga y cualquier otro líder de la derecha significaban siempre eso: el franquismo sin Franco. Que no hubiera dictadura era un detalle sin importancia. La mayoría no luchaba contra ella cuando existía y los que han vivido siempre en democracia no la han apreciado nunca como propia. La trajeron otros pero sólo la representan ellos: pasmoso.
Cuando, después de casi catorce años de irreprochable oposición democrática al PSOE, la derecha liberal del PP llegó al poder, la izquierda basó toda su oposición al Gobierno del PP en lo mismo: era el franquismo sin Franco. En rigor, el antifranquismo sigue siendo el único mecanismo de legitimación de esa izquierda forjada por el PSUC, gestionada por el PSC y abocada fatalmente a confluir con el nacionalismo radical bajo las siglas de ERC. Pero como Franco murió hace casi treinta años y el PP no tiene nada que ver con el franquismo, era fatal que la izquierda catalana radicalizada terminase por encontrarse con la única izquierda para la que el antifranquismo sigue siendo el gran argumento propagandístico y la única excusa real para seguir matando, es decir: la ETA.