La izquierda ha tenido un inmenso éxito en pintar a la derecha española como violenta y antidemócrata. Pero esa pintura es más bien un autorretrato. Fue la derecha la que estableció, con la Restauración, el sistema de convivencia en libertad más duradero de los siglos XIX y XX, el cual permitió terminar con décadas de convulsiones y estancamiento; y fueron las izquierdas las que dinamitaron, a veces literalmente, aquel régimen, impidiendo su desarrollo normal hacia una plena democracia. El resultado de las violencias y la intolerancia izquierdistas fue la dictadura de Primo de Rivera. Dictadura, cierto, pero la más liberal y menos sanguinaria que haya conocido cualquier país en el siglo XX.
La derecha sólo se mostró realmente violenta en la guerra civil. Pero ello no se entiende sin recordar que antes había sufrido cinco años de continuas agresiones, atentados, crímenes y provocaciones, inaugurados con la oleada de incendios de iglesias, bibliotecas, centros de enseñanza y obras de arte realizada, apenas llegada la república, por las cultas, pacíficas y democráticas izquierdas. Antes de replicar con violencia en 1936, la derecha había soportado ataques de la envergadura de la insurrección de 1934, planeada como una guerra civil, y había defendido entonces la Constitución y las libertades. Y cuando, en febrero del 36, empató en votos y perdió en diputados con los mismos que se habían alzado en el 34 contra un gobierno democrático y seguían orgullosos de su gesta, trató de apoyarse en Azaña y en la ley para frenar la revolución, viéndose desamparada por un poder que así se deslegitimaba. En aquel momento las derechas –y una gran parte de la población– perdieron la fe en la democracia, arrasada por las izquierdas, y no la recuperarían hasta 40 años después.
En la Transición, la derecha volvió a su tradicional moderación y flexibilidad, y fruto de ello, mucho más que de la actitud izquierdista, sólo a medias civilizada, fue posible una Constitución por consenso y una convivencia en libertad. Hasta ahora, cuando las izquierdas y los nacionalistas en unión pretenden romper ese legado, en nombre de un supuesto progreso, pluralidad y otras bicocas.
En conjunto, la derecha ha probado ser fundamentalmente moderada y tolerante, y todo lo contrario la izquierda, aunque las agresivas descalificaciones y aparatosos rasgados de vestiduras de ésta hayan hecho creer lo contrario a muchos. Pero entre la moderación y la claudicación hay a menudo un corto paso, aunque las dos cosas sean muy distintas. Las claudicaciones derechistas han contribuido a nuestras pasadas convulsiones no menos que los mesianismos de la izquierda. Los casos más graves fueron la traición a sus propios votantes, en 1931, para entregar el poder a los republicanos. O la esterilización de la victoria sobre la revolución en 1934, facilitando la vuelta al poder de los revolucionarios en 1936. En los últimos años ese espíritu se ha manifestado de mil formas, en las sucesivas cesiones a los nacionalismos, en la rendición a una visión de la historia inspirada en la lucha de clases, en el entreguismo cultural y en la comunicación, etc.
Dos figuras derechistas encarnan privilegiadamente esa falsa moderación: Romanones y Alcalá-Zamora. El primero regaló el poder antidemocráticamente a quienes unos meses antes habían intentado obtenerlo mediante un golpe militar. El segundo destruyó las esperanzas de estabilización que en 1935 sólo podía representar la CEDA, y abrió el camino a la revolución y a la guerra civil. Cambó ha caracterizado muy bien a Romanones: “Tenía más coraje del que se le supone. Lo perdía totalmente, sin embargo, cuando lo tildaban de reaccionario. Con tal de evitar ese dicterio se convertía en cobarde y cometía toda suerte de claudicaciones”. Lo mismo ocurría con Alcalá-Zamora, como sabían perfectamente las izquierdas. Los dos se vanagloriaban de su “progresismo”, de ser personas “modernas”.
Ese “progresismo” insustancial y peligroso está ahora muy extendido en el PP. Uno de sus mejores representantes es Ruiz Gallardón, que en la presentación del último libro de Jiménez Losantos dijo cosas muy significativas. No entendía que le criticasen por enarbolar banderas que hasta entonces parecían patrimonio de la izquierda, señaló, e identificó tal enarbolamiento banderil con “la moderación y el diálogo social”. E insistió luego: "Si sigo en la política diez o veinte años, sólo podré estar en el PP, porque hemos sabido levantar causas que tradicionalmente sólo levantaba la izquierda”. ¿Por eso está en el PP? ¿No debería entrar directamente en el PSOE?
Gallardón usa con destreza el lenguaje demagógico de las generalidades vacuas pero bien sonantes. Que izquierdas y derechas cambien causas y banderas no es nada nuevo, y puede ser bueno o no. Depende de qué causas se adoptan y cuáles se abandonan. Por concretar en algunos casos, Gallardón facilita a la izquierda el control de la cultura y la comunicación en Madrid, o promueve el socavamiento de la familia. Oyéndole, se diría que tales cosas no tienen un coste ni significan un abandono. Y no lo tienen para él, de momento, pues consigue así más votos y se evita críticas demasiado fuertes de las izquierdas. Pero el camino de la demagogia ya se sabe dónde termina.