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EDITORIAL

El derecho a elegir cómo acabar con ETA

No nos caben muchas dudas de que la inmensa mayoría de los ciudadanos españoles no es, ni ha sido nunca, partidaria de apaciguar a ETA, sino de combatirla legislativa y policialmente hasta que pierda la esperanza. Lo que también creemos es que nuestra clase política jamás ha reflejado ese consenso en la firmeza en ninguno de sus muchos acuerdos, pactos, mesas y demás mascaradas que han venido sucediéndose desde la Transición, donde más que abrir, parecería que nos han cerrado las puertas. El consenso entre las élites políticas siempre se ha cobrado el precio de relajar el ánimo combativo frente a ETA de la inmensa mayoría de los ciudadanos en pro de una falsa, laxa y efímera unidad de sus representantes políticos. Prueba de esa relajación que han exigido los denominadores comunes de nuestros representantes son las muchas décadas en las que en nuestro país se ha estado financiando y dando cobertura política a los terroristas, o lo que se ha tardado en endurecer y garantizar el cumplimiento integro de las penas.
 
También estuvo vedada en nombre de la sacrosanta y manipuladora “unidad de los demócratas” la crítica política a los objetivos secesionistas de los terroristas, ya que eso era “criminalizar” a los partidos nacionalistas que los compartían. Lo del “diálogo político para acabar con la violencia” es un deseo de Otegui pero también era una cláusula del Pacto de Ajuria Enea, como lo era también –tal y como el PNV reclamó nada más conocerse la tregua del 98– la excarcelación de etarras, incluidos los penados por delitos de sangre. Y eso que, para entonces, el PNV ya se había quitado la mascara en Estella.
 
Aznar, tras el fin de la tregua, decidió poner al Estado de Derecho a toda máquina contra el terror de ETA, asumiendo ya que los nacionalistas no eran la solución, sino parte del problema. Zapatero corrió a proponerle un pacto, en parte, porque todavía no era el monigote que es ahora en manos de los nacionalistas, pero, sobre todo, por no querer aparecer al margen del estreno de una política que tanto podía agradar a los electores, incluidos los de su partido. Hay que recordar, además, que Zapatero acaba de llegar a la dirección de un partido que venía de acusar sistemáticamente a Aznar de ser “cicatero en sus gestos” a ETA durante el “proceso de paz”; el recién llegado secretario general del PSOE no podía correr el riesgo de que Aznar se lo reprochara ante la ciudadanía.
 
La posibilidad de recurrir y apelar electoralmente a los ciudadanos en caso de incumplimiento del “contrato”, fue vedada por el que lo propuso, quien, por el contrario, logró que esa imposibilidad figurara como primera condición de ese pacto. Sin embargo, “eliminar de la legítima confrontación política o electoral las políticas para acabar con el terrorismo”, es una condición completamente innecesaria y absurda si los firmantes se están comprometiendo a defender, no distintas, sino la misma política.
 
Comprometerse en la fidelidad es incompatible con el compromiso de no airear en público las infidelidades. Pero eso es lo que se firmó, y ahora asistimos al patético espectáculo de ver a Rajoy y a Zapatero denunciándose mutuamente el fragrante incumplimiento de un pacto que, pese a todo, ambos consideran vigente, sin que ninguno de los dos nos explique porqué sería peor que no lo estuviera.

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