A veces me gustaría que hubiese alguna forma humanitaria de deshacerse de los ricos. Sin que ellos sirvieran de chivos expiatorios, podríamos concentrarnos en analizar lo que nos beneficia a la mayoría.
Warren Buffett y Bill Gates, cada uno con alrededor de 60.000 millones de dólares en activos, son los hombres más ricos de Estados Unidos. ¿Qué pueden obligarnos a hacer con todo ese dinero? ¿Pueden expropiar nuestra casa para construir el parking de un casino? ¿Pueden forzarnos a meter nuestro dinero en un plan piramidal de jubilación llamado Seguridad Social? ¿Acaso Buffett y Gates nos pueden obligarnos a llevar a nuestros hijos a centros escolares donde los adoctrinen? A menos que los políticos les concedan esas potestades, los ricos tienen escaso margen para coaccionarnos a hacer algo.
Un humilde funcionario municipal tiene mucho más poder sobre nosotros. Es a ellos a quienes debemos pedir permiso para construir una casa, ejecutar un proyecto, abrir un restaurante y muchísimas cosas más. Es la gente del Estado, no los ricos, los que pueden coaccionarnos y arruinar nuestras vidas; no en vano, este enorme poder explica buena parte de la corrupción política.
La explotación del escaño vacante de Barack Obama en el Senado de los Estados Unidos por parte del gobernador Rod Blagojevich; los presuntos favores fiscales concedidos por el presidente del Comité sobre impuestos y otros ingresos, Charlie Rangel; los sobornos a empresas vinculadas con el ex representante William Jefferson o el escándalo Jack Abramoff son simples manchas en el paisaje de la corrupción gubernamental. Sin embargo, todos estos casos palidecen al lado de lo que a efectos prácticos es lo mismo pero amparado por la ley.
Por ejemplo, según el Miami Herald, en marzo del año pasado la poderosa familia Fanjul de Florida, cuya fortuna se basa en el azúcar, regaló 300.000 dólares a los políticos. Con todo, me temo que no les repartieron ese dinero para que cumplieran mejor con la Constitución, sino a cambio de favores, como puede ser la imposición de obstáculos a la importación de azúcar con los que poder cobrar precios más elevados. Pero este es sólo un caso particular.
La corrupción legalizada es el pan nuestro de cada día en Estados Unidos, donde 35.000 lobbystas de Washington D. C. ingresan millones de dólares. Esta gente representa a muchas empresas y sindicatos nacionales e incluso a algunos extranjeros. No se están gastando miles de millones de dólares en mejorar el paisaje, sino que esperan obtener prebendas a costa del resto de ciudadanos.
Este enorme poder ayuda a explicar, por ejemplo, por qué se codician tanto los puestos en diversos comités, como el de impuestos y otros ingresos. Una pequeña excepción fiscal puede ahorrarle a una empresa decenas de millones de dólares. En los estados, por ejemplo, los gobernadores pueden otorgar licencias de construcción a determinados promotores. Y, en el ámbito local, los alcaldes pueden subsidiar a ciertos deportistas o asociaciones. Cuando los políticos venden favores, suelen encontrar compradores.
La ley McCain-Feingold pretendía sacar "el dinero de la política" pero en las últimas elecciones se gastaron más fondos que nunca. La única forma de reducir la corrupción es disminuir el poder que tienen los políticos sobre nuestras vidas. James Madison tenía razón cuando afirmó que "todo hombre que detente algún poder debería ser objeto de desconfianza". Thomas Jefferson también advirtió de que "la mayor calamidad que podríamos sufrir sería la sumisión a un Estado con poderes ilimitados". Pero eso es lo que los estadounidenses de hoy le han dado a Washington: poderes ilimitados.