La democracia y el Gobierno de la mayoría dan apariencia de legitimidad a actos que de otra forma se considerarían tiránicos. Piense en ello. ¿Cuántas decisiones de nuestra vida cotidiana nos gustaría tomar mediante una mayoría numérica o un proceso democrático? Por ejemplo, ¿qué tal si decidimos de esa manera si esta noche se ve en casa un partido de fútbol en la tele o "Ley y orden"? ¿Si debería conducir un Chevrolet o un Ford, o si su cena de Pascua será pavo o estofado? Si semejantes decisiones se tomaran en el terreno político, la mayor parte de nosotros consideraríamos que vivimos en una tiranía. Entonces, ¿por qué no lo es también que el proceso democrático decida qué tipo de bombillas podemos utilizar, la cantidad de agua que podemos gastar al tirar de la cadena o si nos deben quitar dinero de nuestra nómina para la jubilación?
Los fundadores de nuestra nación aborrecían profundamente la democracia y el gobierno de la mayoría. En el Federalist Paper número 10, James Madison escribió: "Muchas medidas son aprobadas con demasiada frecuencia no según las normas de la justicia y los derechos de la minoría, sino en virtud de la fuerza superior de una mayoría interesada y autoritaria." John Adams predijo: "Recuerde, la democracia nunca dura demasiado tiempo. Enseguida se desgasta, se agota y se suicida. Nunca hubo una democracia que no se suicidiara." Nuestros fundadores concibieron para nosotros una forma republicana de gobierno limitado en la que la protección de los derechos individuales fuera la principal labor del Gobierno.
Atentos a los peligros de la tiranía de la mayoría, los redactores de la Constitución introdujeron diversas normas para limitar el poder de la misma. Una de ellas es que la elección del presidente no se decide por mayoría numérica sino mediante las urnas. Nueve estados albergan más de 50% de la población estadounidense. Si la mayoría numérica fuera la norma, sería de esperar que estos nueve estados pudieran decidir la presidencia. Afortunadamente, no es así porque sólo tienen 225 votos del Colegio Electoral cuando son necesarios 270 de los 538. Si no fuera por el Colegio Electoral, que algunos políticos dicen que es anticuado y que conviene abandonarlo, los candidatos presidenciales podrían pasar por alto los estados menos poblados.
En parte, nuestros fundadores separaran el Congreso en dos cámaras para poner otro obstáculo a la mayoría numérica. 51 senadores pueden bloquear la voluntad de 435 representantes y 49 senadores. La Constitución concede al presidente derecho de veto para debilitar el poder de los 535 miembros de ambas cámaras del Congreso. Son necesarias las dos terceras partes de ambas cámaras del Congreso para invalidar un veto presidencial.
Cambiar la constitución no exige sólo una mayoría numérica, sino las dos terceras partes de los votos de ambas Cámaras para proponer la enmienda. Que sea aceptada exige la ratificación de las tres cuartas partes de los parlamentos estatales. El Artículo V de la Constitución autoriza a las dos terceras partes de dichas asambleas legislaturas a convocar una convención constitucional para proponer enmiendas que se aprobarían tras ser ratificadas por las tres cuartas partes de los parlamentos estatales. Yo solía estar a favor de esta opción como medio de introducir una enmienda de limitación del gasto en la Constitución, pero desde entonces me lo he pensado mejor. Al contrario que la convención de 1787, a la que asistieron hombres de la talla moral de James Madison, Thomas Jefferson, George Washington o John Adams, los asistentes de hoy serían más bien enanos: Barney Frank, Chris Dodd, Olympia Snowe o Nancy Pelosi.
Además de aborrecer la democracia y reconocer que el Estado plantea la amenaza más grave a la libertad, nuestros padres fundadores sentían una acusada desconfianza del Congreso. Esos recelos quedaron plasmados en la fraseología utilizada a lo largo de toda la Constitución, especialmente en la Declaración de Derechos, en donde se especifican cosas que el Congreso no hará. Los estadounidenses de hoy piensan que el Congreso tiene competencia constitucional para hacer cualquier cosa que reciba mayoría numérica. Pensamos que una ley particular será una idea buena o mala dependiendo de si se aprueba, no comprobando si se encuentra dentro del marco de las contadas competencias depositadas en el Congreso por la Constitución. Desafortunadamente para el futuro de nuestra nación, el Congreso ha explotado con éxito la ignorancia o el desprecio constitucional de los norteamericanos.