Por si quedase alguna duda de que la vanidad de Pablo Iglesias no desmerece en absoluto de la banalidad de sus propuestas, el líder de Podemos se ha retratado, en El País, como el nuevo mesías de la izquierda europea, como el hombre que vino -¡Gloria in excelsis Deo!- a redimir nuestras miserias, a saldar nuestras deudas, a fustigar a los cambistas, a higienizar el templo. El striptease retórico que ha perpetrado en un artículo tan horro de sintaxis como empachado de soberbia, ha logrado, en efecto, que el personal se excite y, puesto que su objetivo es ése, que muchos enrojezcan. El problema aparece cuando, en lugar del entusiasmo, lo que provoca el arrebol es la vergüenza ajena. Cuando los argumentos sólo brillan por su desfachatez o por su ausencia y la jactancia desemboca en el onanismo obsceno.
Vayamos, pues, al lío, al meollo y al tuétano del portentoso interrogante que plantea, urbi et orbi, el pasmo de Vallekas. ¿Por qué todos (y todas, apunta el censor genérico) hablan de una versión británica del indomable Pablo Iglesias? Me alegra que me haga esa pregunta, se responde a sí mismo el interfecto para, acto seguido, enjaretar un recital de apolillada verborrea en el que se despacha cualquier duda sobre su condición de protohéroe. Un fantasma recorre el Reino Unido, un espantajo casi idéntico al que sacó de quicio a Grecia, y ambos son hijos putativos de esa quimera ideológica que él se ha sacado del caletre. Ni el arriscado Tsypras, en su día, ni el añejado Corbyn, en la hora presente, se hubieran decidido a alzar la voz y a romper los tabúes de la tibieza por consenso sin haberse empollado el manual de los importadores del populismo caribeño.
Los laboristas (o sea, el labour party, porque el doctor angélico, amén de lenguaraz, es un perito en lenguas) han encontrado, al fin, un referente y un maestro. Si el Che se proponía montar la de Vietnam (uno, dos, tres Vietnam…, por Vietnam que no quede) en las selvas y riscos de la doliente América, quienes aspiren, hoy por hoy, a recauchutar las venas del carcamal socialdemócrata en una Europa inerte habrán de encontrar un Pablo Iglesias que les saque de pobres y les conduzca al cielo. Uno, dos, tres… al escondite inglés y hasta la victoria siempre. Se puede (¡sí, se puede!) considerar que la arrogancia, el ensimismamiento compulsivo, el ansia por ser pábilo de cualquier candelero, forman parte del juego, están en el guion, son la carnaza que estimula el apetito de los medios. Se puede (¡sí, se puede!), pero, leído lo leído, la disculpa no cuela.
Pablo Iglesias, que al cabo es politólogo y conoce a sus clásicos aunque sea de lejos, sigue al pie de la letra el precepto gramsciano que afirma que el partido (comunista, obviamente) no llegará a conquistar la hegemonía hasta que se estructure a la manera de la iglesia. La redundancia, por supuesto, no es gratuita: ahí tienen a Pablo en el sitial de Pedro. Felicitando al "labour party" por haber visto la luz y proclamando sin recato sus dotes de partera. ¿A quién le importa que las encuestas no carburen o que el futuro ya no sea ni tan pintón ni tan risueño? Si ha entrado en la Historia, con mayúsculas, ¿acaso va a importarle no entrar en el gobierno?
Lo cual, que un fantasmón recorre Europa esparciendo consignas y asperjando indulgencias. Un Narciso cañí, un jaque, un matasiete, que acabará abismándose en su propio reflejo.