En estos días el presidente de Estados Unidos ha adelantado a la prensa su buena disposición a negociar con los "talibanes moderados" a fin de pacificar Afganistán. En paralelo, otros miembros de su Gobierno sondean al régimen iraní para intercambiar puntos de vista en torno al mismo país de los talibanes. Si se añaden a estos dos angelicales propósitos la anunciada salida de Irak, con fecha fija, y la nula acción frente al desarrollo de armas nucleares por Irán, se completa un panorama que, como mínimo, puede calificarse de peligroso. En primer término para los mismos países implicados, a quienes se condena a continuar sometidos a un fanatismo religioso que, de modo harto injusto, se moteja de medieval. Injusto para la Edad Media, se entiende.
En segundo lugar, el riesgo se extiende al planeta entero, pues la seguridad de la primera potencia cimienta, o socava, la del resto de estados. En el caso europeo la situación se agrava por la resuelta actitud de nuestro continente de sustituir la defensa (con sus incomodidades y gastos) por la inhibición y el buenismo, que tan excelentes digestiones propician. Sancta simplicitas, diría el clásico observando el prodigioso y gallardo programa que va esbozando el ocupante de la Casa Blanca. ¿Por qué lo hace? Nos preguntamos otros menos indulgentes. Descartada, por novelesca e inconsistente, la fantasía de que se trata de un enemigo infiltrado, preciso es recordar que Carter y Clinton no tenían un padre negro ni musulmán y ambos rumbearon por similares derroteros dándose cabezazos en zig-zag, confiados en que el prestigio de su país por sí solo serviría para mantenerlo a salvo de asechanzas y empellones. Se equivocaron y sucedió el 11-S, con la eclosión, ya a las claras, de la amenaza islámica.
El observador –y hasta el hombre común– tiende a creer que el presidente de Estados Unidos debe tener unos volúmenes de información y una capacidad de análisis (por sí mismo o por sus asesores) infinitamente mayores y mejor documentados que la inmensa mayoría de los mortales. Seguro que es así, pero la cuestión estriba en si todo ese aparato de decisión no está lastrado –aparte de sus enormes medios– también, como si fuera un Rodríguez cualquiera, por prejuicios ideológicos, conveniencias de grupo –y hasta personales– o interpretaciones erróneas de varia etiología. Que cuatro desharrapados colasen a los servicios de inteligencia norteamericanos un gol como el del 11-S, pone en duda la infalibilidad y omnipotencia de tales servicios.
Mientras no se demuestre lo contrario, los habitantes de USA también son seres humanos y están sujetos, por tanto, a idénticas corruptelas y mandangas semejantes a las que rigen el psiquismo de nuestra especie en otras latitudes, aun atemperadas, moderadas, corregidas por la tecnología, el desarrollo social o el envidiable pragmatismo que caracteriza a los anglosajones. No ha de faltar el funcionario que encubre con mentiras sus propias carencias o vagancia, quien desea agradar al jefe contándole lo que quiere oír, el que vive traumatizado y con complejo de culpa ante la hija que vivaquea en un campus universitario de enloquecido pacifismo fundamentalista.
Si a todos estos factores se añade la predisposición del tal Obama a creerse cuanto conviene a la corriente demagógica que le llevó a la presidencia, más la necesidad, nada imaginaria, de sanear a corto plazo la economía de Estados Unidos, iremos comprendiendo por qué simula aceptar los postulados pacifistas por encima de una evidencia: aun no se han inventado los cocodrilos vegetarianos. Y, mientras lo remedia la experimentación con células madre, parece que así hemos de seguir por mucho tiempo.
Tal vez no sea muy justo, en tanto que Estado –España– pedirle cuentas a Estados Unidos por nuestra seguridad ("Preocúpense de ella Uds. mismos", contestarán con toda razón), pero sí podemos, como individuos y miembros del mundo occidental, mostrar nuestra gran inquietud ante el sesgo de inanidad (y ánimos para el enemigo) en que la política exterior americana está incurriendo: ¿de verdad se cree Obama que hay talibanes moderados y que con ellos se puede negociar algo? ¡Señor, Señor, en qué manos estamos!