Si usted visita Nápoles –habituado como está a convivir con la saña contra el pasado que despliega incansable la autotitulada izquierda española– tal vez se sorprenda al contemplar el enorme letrero que en el edificio central de Correos proclama haberse construido en 1936, "XIV aniversario de la Era Fascista". Y sin salir de la misma ciudad, también tendrá a su alcance la gran lápida conmemorativa que en la Porta Alba nos recuerda que aquello se levantó en tiempos de Felipe IV (nuestro Felipe IV, aclaro para víctimas de la LOGSE) por orden del virrey don Antonio Álvarez de Toledo en 1625, porque en Nápoles y todo el sur de Italia hubo un virrey español durante mucho tiempo. A nadie se le ocurrió arrancarla y si se le ocurrió tuvo escaso éxito. Por Italia, Alemania, norte de África hay vestigios similares.
En la fortaleza española de Orán campean las Armas de España en el escudo que sobrevuela en la entrada, por toda América –como es natural– innumerables testimonios pétreos nos acercan un tiempo de conquistadores, pobladores y fundadores de ciudades, a pesar de la vena local hispánica, destructiva y cateta, que nunca falta, y dispuesta a borrar el pasado arrasando monumentos. Pero hasta en México, bien cerquita del Zócalo, se alza El Caballito (Carlos IV, en efigie ecuestre, la última imagen que un servidor adjudicaría a tal personaje) y en La Habana, nada menos que en la Plaza de Armas, se levanta algo tan exótico como una estatua ¡de Fernando VII!, por cierto reubicada hace escasos años, dentro de los enjuagues político-económico-culturales de Eusebio Leal, Historiador de la Ciudad. Y así mundo adelante.
Siempre he considerado que Rodríguez es un ejemplar bien representativo del progre medio español: sectario, cortito de miras y con una incultura oceánica. Con saberse al dedillo cuatro lemas y tres consignas que aplican indiscriminadamente a cualquier situación o contingencia ya les llega. Desde que alcanzó La Moncloa –y con él su grey de intelectuales de alto bordo, desde Suso de Toro a Ramoncín– no han parado en una iconoclastia necia que sólo rebalsa el pus y la baba de la venganza, en no pocos casos de dirigentes socialistas contra sus verdaderos padres, franquistas a carta cabal. Pero hay algo que intentan liquidar "como sea", divisa preferida de Rodríguez: el Valle de los Caídos. En estas mismas páginas (Rodríguez, el de Bamiyán) hemos comentado el odio especial con que distinguen al conjunto artístico, natural y religioso de Cuelgamuros –para ellos es inadmisible una cruz tan grande, sin desvirtuarla y escarnecerla– y ahora vuelven a la carga, con la zafiedad que les caracteriza, conculcando la libertad religiosa (impedir el acceso a los católicos a u n templo de su credo), ignorando el Concordato y aprovechando el día de la llegada del Papa a España para tratar de infligirle otra bofetada. Y, por supuesto, recordándonos que aquí mandan ellos –"Él", el Sabio de La Moncloa– porque ganaron en elecciones una precaria mayoría minoritaria.
También es cierto que junto al designio meramente vengativo subyace el electoralista: echar carnaza a su tropa para reavivar la mortecina y ya inencontrable vitola "de izquierda" en el PSOE, con la que tanto lustre se dan. Puesto que en materias socioeconómicas ese partido hace lo contrario de cuanto predica, hay que compensar a la parroquia con gestos maleducados como intentar desairar al Papa largándose a Afganistán, o permanecer sentado ante la bandera de EEUU; o inventar memeces como la inversión de los apellidos...¡por orden alfabético! Hay muchas más, pero no cansaremos al lector. A nada que se esfuerce podrá recordarlas (cambio climático, tercermundismo verbal, "la tierra es del viento" y etcétera) y quizás convengamos en que el objetivo de tal parafernalia es siempre el mismo: reenganchar al carro de la izquierda, con fines estrictamente electorales, a los cabreados por la traición al Polisario, por el paro o la congelación de las pensiones. Todo sea por el socialismo.