En la vida nacional hay asuntos que languidecen, se hacen viejos sin resolverse y provocan el bostezo generalizado hasta convertirse su sola mención en una suerte de mal gusto, de salida extemporánea que suscita sonrisas irónicas cuando no conmiseración en los fugitivos oyentes, como los chistes de Jaimito o la aparición sorpresiva de parientes lejanos con la pretensión de quedarse como huéspedes una semana. Gibraltar es uno de ellos. Alguna vez hemos escrito que si el nuestro fuera un país serio, hace tiempo que el negocio gibraltareño se habría acabado, con gobiernos de uno u otro signo y pese a las vicisitudes históricas vividas desde 1704. No es sobrevalorar la capacidad de reacción y resistencia de nuestro país a lo largo de los siglos XIX y XX –que era poca– pero la realidad es que desde Carlos III (muerto en 1788, recordamos) hasta Castiella no se hizo nada contundente para recuperar el Peñón. Por cierto, otra prueba más de cuán fácil es colárnosla a los españoles actuales, es la difusión entre nuestros periodistas del término inglés (La Roca), por aquello del cóctel de cursilería, ignorancia y mimetismo que con tanta alegría se beben a diario. Arrastrados por la corriente de estupidez generalizada, disfrutamos, incluso, de la inteligencia de un conocido periodista que suelta siempre que puede aquello de Flórida (sic: con acentuación inglesa), una variante de rizar el rizo en verdad prodigiosa. Pero éste no es el asunto de hoy.
No hablaremos de la historia del conflicto, aunque me pregunto cuántos españoles menores de cuarenta y cinco años tienen una idea somera de lo por allá sucedido desde hace tres siglos, incluidos casi todos los políticos en ejercicio. Pero no nos vayamos tan lejos. Durante la IIª Guerra Mundial Franco aprovechó la coyuntura para artillar y fortificar un poquito la costa y alrededores, pues hasta eso nos vedaban los ingleses. Después, en los cincuenta, vinieron las manifestaciones, la reivindicación callejera y las exposiciones de “Gibraltar Español” que servían al Régimen para agitar un tanto a la opinión pública en torno suyo. Hacer que hacían, vaya; mientras, los trabajadores españoles seguían entrando por la mañana –para mantener el Peñón en funcionamiento– y saliendo por la tarde, dado que tenían prohibido pernoctar en él. Los gobiernos ingleses dejaron de dar coba a Franco –como se la habían dado durante la guerra, despavoridos ante la idea de que el general permitiera a Hitler tomar el Peñón– y volvieron a su método preferido: la patada en el trasero, la utilización desvergonzada de las aguas españolas en la Bahía de Algeciras, del aeropuerto (cuyos terrenos ocuparon porque sí) y del entorno geográfico para su mayor prosperidad y bienestar. Hasta que en los sesenta, Castiella –consciente de que la vía militar era impensable– recurrió al mejor camino tratando con ingleses: tocarles el bolsillo, convertirles en insoportable el gasto de conservar la base naval. Y cerró la verja.
Si el desarrollo económico del Campo de Gibraltar y la atención a los obreros que no pudieron continuar pasando a diario se hubieran hecho en serio, una política de aislamiento habría dado resultados a largo plazo: sin posibilidad de que los llanitos vampiricen a toda la Costa del Sol –como sucede–, e imponiendo restricciones implacables a quienes comerciasen con ellos, o meramente tocasen Gibraltar, Inglaterra habría aceptado una solución negociada, en cualquier caso mejor que tomarnos el pelo y parasitar a la mitad de Andalucía. Pero llegó López Bravo y se anunciaron conversaciones a bombo y platillo mientras la prensa española publicaba gráficos y croquis de los vuelos que, para aterrizar en Gibraltar, invadían nuestro espacio aéreo. Les confieso que, ya por entonces, empecé a indignarme con el asunto, pues a las fogosas declaraciones o la tediosa rememoración del Tratado de Utrecht –que no concedía tal o cual derecho a Inglaterra– no acompañaba acción alguna ni avance de ningún género. El colmo fue cuando las gloriosas conversaciones, que no negociaciones, se interrumpieron –hartos los ingleses de perder el tiempo burlándose de nosotros– y López Bravo nos anunció, en frase digna de Moratinos, que habíamos pasado “de una fase de pensar juntos a otra de pensar por separado”. Desde aquel instante nunca más me he creído una palabra ni prestado la menor atención a las noticias gibraltareñas que, de modo vergonzante, semiocultas y a toda velocidad, para que no nos fijemos mucho, caen de higos a brevas sobre nosotros.
González, deprisita y corriendo, abrió la verja y las fiestas en La Línea y el Campo superaron a las Bodas de Camacho, lo cual constituye un inquietante indicio del grado de golfería alcanzado por la sociedad española. Y van veinticinco años. Ahora Gibraltar vive de la Costa del Sol, tiene registradas 50.000 sociedades y empresas (con 25.000 habitantes), es centro aventajado de blanqueo de dinero y los ingleses no sueltan la base naval. Todo es triste, aburridamente sabido: con el pretexto del respeto a la voluntad de los pueblos y la apoyatura real de que a los españoles –dimitidos de toda preocupación nacional– no les importa nada, Inglaterra sigue con su cantaleta preferida, la de rules the waves, las suyas y las nuestras. Entre españoles hablar de Gibraltar es de mal tono, nada modelno, desvarío de fachas, tan desplazado como replantear los derechos sucesorios de la Beltraneja o los honorarios en cabras o mujeres que devengaron los artistas de Altamira y, a propósito, acabo de saber que la tal cueva sólo se estudia en los libros de texto de tres comunidades autónomas: mejoramos con prisa y sin pausa.
Pero falta la progresía. Para ellos, Gibraltar no sólo es sinónimo de Falange, de franquismo y de NO-DO antes de la película censurada; sobre todo significa atraso, antimodernidad, reivindicación nacional y, por tanto, ridícula y risible. Como en otros temas graves de nuestra vida colectiva, no se razona nada ni nada se argumenta, porque ya está todo razonado, piensan. Ya está todo dicho. ¿De qué se van a inquietar por Gibraltar, si aplauden con las orejas la secesión de Vascongadas, el estatuto catalán, que tendrá idéntico efecto, la entrega de Ceuta y Melilla, el olvido despectivo de nuestra historia y un largo etcétera? Passsando a tope, tío…, resumen de su profunda filosofía.
Sin embargo, hay un punto oscuro en el universo de sus mitologías, un hilván que se afloja y rasga toda la túnica budista, el shador completo de colores en que viven embozados: de pronto se ven ante la contradicción ecológica, una de sus obsesiones y niñas bonitas. Resulta que –sin poder ya echar la culpa a Aznar– Inglaterra fondea en la colonia toda la chatarra, nuclear o no, que le da la gana. Inglaterra –porque es Inglaterra quien lo hace, dejémonos de eufemismos y subterfugios– contamina a su aire, tan ricamente. Inglaterra pone en peligro físico, cierto y concreto, a las poblaciones de Cádiz y Málaga. ¿Y ahora, qué? Señores ecologistas, progres a la violeta, padrinos de ballenas y madrinas de mariposas y mariposones, ¿ahora, qué? Escépticos de profesión, especialistas en inhibiciones, reidores impenitentes de cualquier agravio o perjuicio que se inflija a nuestro país, ¿ahora , qué? De repente os enteráis de que tener una base militar extranjera (¡Y de qué volumen e historial!) es un riesgo por el cual nada percibimos. Entramos en la OTAN sin exigir, al menos, el uso y control conjunto del Peñón (por ejemplo, para decidir qué barcos pueden y cuáles no recalar en él). González abrió las puertas a los delincuentes gibraltareños más que los troyanos al Caballo. De la Vega y Moratinos, en agosto de 2004, a causa del centenario, volvieron a expeler bravatas, provocándome otra vez el bostezo… Ahora lloráis porque el New Flame –como otros– contamina las aguas y peligran cormoranes y gaviotas. ¿Cuándo os vais a enterar, necios, de que los intereses de España no son sólo las inversiones –execrables, por supuesto– de Repsol en Argentina?