Es un tema intemporal, recurrente, de actualidad continua. Hace unas semanas una discoteca de Murcia cuyos dueños habían tenido la humorada, entre amistosa y exoticista, de ponerle por nombre La Meca, se vieron forzados a cambiarlo, tanto por las amenazas de bombas y cuchillos, como por las melifluas insinuaciones que –como en el caso de la ETA, siempre vienen respaldadas indirectamente por los asesinos– llamaban al diálogo y a "negociar" con cualquier grupillo de musulmanes del contorno. Los promotores, conscientes no sólo del peligro de atentados, sino del estado de tensión que su mero anuncio propicia y de la consiguiente ausencia de clientes, cedieron ante las amenazas. Pero no contentos con eso, abrieron la puerta a un imán de los alrededores –ahora siempre hay uno del que echar mano– para que inspeccionara el local y diera su visto bueno a la apertura de tan nefando antro, donde se baila, se bebe y lo que caiga. Casi ná.
Así pues, el piadoso hombre de religión certificó, con todos los pronunciamientos favorables, que los garabatos de las paredes no son ni árabe, que con rebajar un par de arcos ya llega (¿qué tendrán de pernicioso dos arcos?) y que el creciente lunar que coronaba el edificio, eso sí, debía desaparecer, sin saber probablemente, el tipo, que ese símbolo es de origen preislámico-asiático-otomano tardío y que no empezó a verse hasta muy entrada la Edad Media, con lo cual el Profeta no tuvo ni pajolera idea de su existencia. Pero ésas son erudiciones y aquí estamos en España, tierra de grandes asnos y lo que importa, lo mollar y decisivo es que debemos enterarnos de una vez de que cualquier local comercial o apartamento privado, en el futuro, habrá de presentar para su autorización y apertura, junto a la Cédula de Habitabilidad y los mil y un papeles imprescindibles, el Permiso del Moro (basta el más cercano), que dictaminará –con espíritu de diálogo, desde luego– que en la construcción nada hay contrario al islam y sus benéficas enseñanzas: "practicar el Bien y corregir el Mal", la primera de todas. Y ojo, no demos ideas a Gallardón, que éste acelera el proceso y nos obliga con efecto retroactivo.
¿Cómo hemos llegado a esta situación absurda? Unos extranjeros, arribados ayer por la tarde, imponen sus caprichos (que son inagotables y crecientes, aviso) con el pretexto de que tal o cual cosa hiere su sensibilidad (la nuestra, respecto a ellos mismos y a algunas de sus manifestaciones culturales, digamos, no se menciona nunca). Es un fenómeno a escala universal, Occidente ha concedido beligerancia a cualquier grupúsculo islámico, o caterva de salvajes en Somalia, Nigeria o Marruecos exigiendo esto y aquello, en vez de ignorar las amenazas y atenerse a la legislación vigente en cada estado y si los musulmanes creen vejado algún aspecto de sus creencias, que acudan a los tribunales, porque aquí se puede, por el contrario de lo que ocurre en sus países, donde no se respetan los derechos de nadie. Todo esto son obviedades y casi avergüenza tener que repetirlo por enésima vez.
En los mismos días de la espantada en la discoteca murciana, Mariano Rajoy visitó Melilla entre grandes alharacas y espumarajos hasta del gran chambelán marroquí y se achacó, con lógica cartesiana, a puro oportunismo político, pero el asunto va más allá de la reclamación territorial: los moros - y no de ahora - se creen con derecho de injerencia en cuanto acontece en el Universo mundo ("Practicar el Bien y corregir el Mal", recuerden. Y ellos deciden, con el índice apuntando al cielo, qué es el Bien y qué el Mal). La bronca con Rajoy sólo es un eslabón más de la cadena y no de los más graves.
Hace unos años (febrero de 2006), la empresa Inditex retiró miles de camisetas en cuya etiqueta aparecía una mezquita –por supuesto, con idéntico objeto que el de los murcianos: aproximación al exotismo comercial– pero la protesta surgida en sus tiendas Bershka de Dubai forzó la desaparición de tan peligrosos artilugios, tenidos como provocadores y de diseño ofensivo: una flecha señalaba a la mezquita y rezaba , en inglés, "Dormimos aquí", lo cual –reconozcámoslo contritos– es intolerable, aunque un servidor haya visto infinidad de tipos durmiendo en esa clase recintos. Con tales argumentos y reacciones no puede sorprender que se tomen a la tremendísima cualquier incidente de importancia objetivamente menor, bien por ser una necedad, por ende inconclusa, como la reciente del pastor Jones; bien por carecer de ánimo de injuria ninguno (discurso del Papa en Ratisbona) y moverse en niveles intelectuales que los musulmanes ni huelen; o bien por tratarse de acciones minúsculas que deben sustanciarse ante los tribunales (caso de las caricaturas danesas).
Un derecho a la injerencia en nuestras sociedades que les regalan gobiernos, oenegés nada desinteresadas o compañías tan sólo atentas a sus mercados: durante el vergonzoso asunto de las caricaturas de Dinamarca, empresas francesas y suizas se aplicaron a dejar muy clarito en el mundo árabe que sus productos no eran daneses. Solidaridad y valor se llama eso, amén de no entender que si ellos necesitan vender, los otros necesitan comprar, entre otras razones porque los árabes, aparte del petróleo, no producen casi nada. Y de calidad, menos.
Y llegamos al tema del momento: la huelga general contra Esperanza Aguirre. El mismo pánico que entregó el triunfo en marzo de 2004 a Rodríguez, está promocionando el discutible éxito –cuando escribimos, mañana del 29, no parece que muy señalado– de la convocatoria de unos sindicatos detestados por la población y "los trabajadores (y trabajadoras)" de que tanto hablan. Resulta incomprensible tanto pavor ("No puedo mandar los niños al colegio", "prefiero cerrar como fiesta", "y si vienen los piquetes..."). Bien es verdad que tanto los discotequeros murcianos como el taxista madrileño son conscientes de carecer de respaldo público ninguno. En La Moncloa está Rodríguez, Rubalcaba dosifica la protección a su antojo y conveniencia y nadie se cree que las leyes y los jueces nos vayan a proteger de los salvajes, se llamen Mojamé o Manolo.