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Serafín Fanjul

El axioma

Tanto compadecen al delincuente, que ya no les queda compasión para acordarse de sus víctimas.

Dice el diccionario que axioma es una "proposición tan clara y evidente que se admite sin necesidad de demostración". Nosotros, españoles, vivimos aherrojados por una maraña de axiomas que imposibilitan nuestros movimientos, coartan de manera dramática nuestra libertad (hasta de expresión, por la vía previa más eficaz, el temor a dar mala imagen) y terminan convirtiendo en estériles ideas, esfuerzos, propuestas. Y, sin embargo, no está nada claro que esas supuestas verdades sean tan evidentes. Y ni siquiera que las gentes las traguen de buen grado.

Recientemente, el portavoz del CGPJ, don Enrique López, ha formulado –a raíz del espantoso asesinato de la niña Mari Luz Cortés– una sugerencia razonable sobre la implantación para ciertos casos de la cadena perpetua (revisable), medida existente en países a los cuales poco podemos enseñar en punto a democracia. Y de inmediato, se ha lanzado sobre él la jauría de vividores de la imagen progresista, buenista y camelista. Políticos, juristas y periodistas del régimen han vuelto a ejercer de humanitarios en defensa del garantismo, la benevolencia con los criminales y las apelaciones en éxtasis a la Constitución, glorioso papel sólo recordado cuando se trata de paralizar iniciativas racionales y justas, como por ejemplo ésta. El mismo Gobierno la burla y traiciona a discreción modificando estatutos autonómicos por la puerta falsa; o se mofan de ella persiguiendo a quien pretende utilizar el castellano aquí o acullá; o, en otro momento, se introdujeron cambios, legales y correctos, para que los extranjeros europeos pudieran votar en las elecciones municipales. Por ejemplo. Lo sabemos todos: la Constitución no es la palabra de Dios y se puede cambiar de modo ordenado y democrático cuando sea menester. A menos que la progresía ande en danza con sus mitos y sus ritos.

En tal circunstancia, el eco espectral de la Constitución retumba tras las admoniciones amenazantes y plañideras de juristas más atentos a trepar en su carrera profesional que a que se haga justicia. Con la cantaleta de Beccaria, aquella melonada ("Odia el delito y compadece al delincuente"), como grito de guerra, nos imponen el axioma de que la pena impuesta al criminal tiene por objeto su reinserción social. ¡Oooole! Qué toreros son estos chicos, por el escaso número de veces que les tocan a ellos las consecuencias de su biempensancia. Y tanto compadecen al delincuente, que ya no les queda compasión para acordarse de sus víctimas. Hace tres semanas vaticinábamos –tras reconocer que carecemos de don profético alguno– que el primer efecto del triunfo de Rodríguez sería que a los padres de Sandra Palo seguiría sin hacérseles justicia y su desconsuelo perduraría ante la indiferencia de buenistas y mangantes (con frecuencia coinciden). Y había –hay– más casos similares.

Pienso que Olga Sangrador, violada y asesinada a los nueve años en 1992, que ahora tendría veinticinco y sería una mujer espléndida y plena que llenaría de luz a su gente. Son muchos casos ocurridos en los veinte últimos años (que me perdonen los olvidos, por no citar a todas): las tres niñas de Alcacer, Leticia Lebrato, Rocío Wanninkhof, Sonia Carabantes, Isabel Bascuñana, Sandra Palo, Mari Luz Cortés..., niñas y jovencitas perdidas en aras del buenismo. Todas tienen en común la sordidez e injusticia de su muerte, pero también la agitación y el clamor popular en los días subsiguientes al hallazgo del cadáver o la detención del culpable (siempre presunto, claro), indignación del pueblo amainada por el paso del tiempo y toreada por la desvergüenza de políticos y juristas, impasibles y despiadados ante el dolor de los familiares y el recuerdo de aquellas vidas truncadas: las niñas muertas no tienen derechos, los delincuentes sí. Felipe González, maestro de cinismos, definía bien la situación, aunque él lo decía por otro motivo: nunca llueve sin que después escampe. Y en esas están.

Reducen –la De la Vega dixit– el problema a meros errores judiciales, expediente útil porque se individualiza la responsabilidad (trámite necesario, pero no suficiente) en la persona de este juez o aquella funcionaria, que se fue de vacaciones a destiempo, con lo cual eluden entrar en la filosofía de base que empapa y embadurna nuestro sistema jurídico, ese famoso axioma de la reinserción, pues el castigo del criminal –única reparación moral posible para quienes han perdido ¡una hija!– pasa muy a segundo plano y se trata de escamotear de modo vergonzante, como si fuéramos nosotros los infractores por querer sancionar a los indeseables que perturban la convivencia.

Es cierto que la Justicia española da muestras de incompetencia con frecuencia espeluznante y lo mismo mantiene en prisión a quien no debe, que absuelve (con gran satisfacción, "porque se ha cumplido la ley", del impresentable Bermejo) al GRAPO asesino de un policía por no presentar adecuadamente a los testigos. Se agarran a formalismos – que, en definitiva, son los que les dan de comer, es verdad – y bufan frente a los sentimientos populares que, en esos instantes, no tienen derecho a ser oídos (no más somos buenos para votar y pagar impuestos): unos meses antes de ser asesinado por la ETA, ante un caso semejante, Tomás y Valiente sentenció muy campanudo "La Justicia no puede correr el riesgo de sintonizar con la mayoría de la gente, sino con la razón" (Diario 16, 1 de octubre de 1995). Bingo.

Pero aún produce mayor perplejidad oír a políticas feministas (profesionales de lo uno y lo otro) exigir el agravamiento de las penas contra quienes se cargan a la esposa, la novia o la amante –petición que yo suscribo y aplaudo– en esa figura tan cursilonamente descrita como "violencia de género", pero que, paradójicamente, sacan a pasear la monserga de la reinserción y los derechos humanos de auténticas alimañas cuando la muerta es una niña de cinco años. ¿Es que su vida vale menos o es que las tales señoras están jugando a otra cosa? Por desgracia, la tristísima frase ("Ojalá no vuelva a repetirse") que suelen pronunciar los padres desesperados sólo es una desiderata de alguien que necesita asirse a cualquier motivo de esperanza y bondad, aunque sean unas palabras referidas a algo que ya no les concierne directamente. Mientras no se reformen a fondo y sin complejos el Código Penal, la Ley del Menor y la Ley de Enjuiciamiento Criminal, seguirá habiendo casos idénticos y los cocodrilos palidecerán de envidia –por difícil que sea– ante tanto derramarse de lágrimas de gentes a quienes Mari Luz Cortés y su horrible suerte importan muy poco.

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