En una de las aulas donde trabajo hay, entre otras, una pintadita –que nadie se molesta en borrar– que reza "Mata líderes estudiantiles antes [de] que lleven escolta". La he recordado viendo la película recién estrenada en España R.A.F. facción del Ejército Rojo (Der Baader-Meinhof Komplex) de Uli Edel, basada en el libro de Stefan Aust. No es sólo una evocación emotiva, un retroceso en el túnel del tiempo o una conmoción personal autocrítica, alcanza otros campos mucho más crudos del comportamiento humano. Se trata de los crímenes absurdos en que puede incurrir un grupo de orates ahítos de ideología, ya muy averiada cuando la tragaban con el embudo de su intolerancia y una infinita capacidad de ver el mundo al revés de cómo lo tenían ante los ojos. Un dogmatismo irreductible –y que ellos creían virtuoso– completaba la faena. Fanáticos en la negación del individuo, se someten a sí mismos, sus vidas y hasta las de sus hijos a esquematismos ideológicos de una pobreza aterradora, de suerte que incluso algunos (y algunas, apuntaría el progre) de nivel cultural alto o aceptable obedecen a la llamada y tiranía de sus propios mitos, cuando el cotejo con la realidad aconsejaría reaccionar de otra manera.
Pero los tristes protagonistas sólo ven en blanco y negro, el Bien (que son ellos y sus leyendas revolucionarias) y el Mal, que es el resto, empezando por "la dictadura de la burguesía", "el capitalismo", "el imperialismo", etc. Nutren sus fantasías con sucesos contemporáneos pero a distancia: el Che, Cuba, la guerra de Vietnam, la "liberación" del Tercer Mundo, etc. Pero, de pronto, su desconexión con lo real estalla cuando, en un campamento de terroristas palestinos, en Jordania, las rubicundas y lozanas tudescas deciden –porque sí, porque hacen lo que les da la gana– ponerse a tomar el sol desnudas ante los ojos de los moros, entre reprobatorios y salidos de sus órbitas. Pero los revolucionarios de por acá no se enteran, ellos están a lo suyo y no van a pararse en minucias como los pensamientos o hábitos de sus supuestos liberados y amigos. La escena es feroz: deja en bolas –y de qué manera– la tontería de tanto niñato como pululaba y pulula (hoy con menos riesgo todavía) en las innúmeras manifestaciones por esto y aquello a propósito del Tercer Mundo, y en los últimos años en especial a favor del terrorismo islámico, el tema de moda.
Treinta o cuarenta años después, otras personas insisten en repetir los mismos gestos, idénticas asambleas, iguales broncas callejeras (en estos días, en Londres, contra el G-20). No se han enterado de nada, ni de la caída del Muro: no comprenden, ni siquiera para lograr sus objetivos, que esos procedimientos no conducen a ningún sitio, aparte de la ruina personal y el dolor gratuito infligido a inocentes, por muy banqueros que sean y que cometen el error de recibirles amablemente en su casa. O jueces, o fiscales, o comerciantes. La sinrazón de matar sin piedad a personas desconocidas se sustenta malamente en su previa condena como "enemigos del pueblo y de la humanidad", o de Allah, o de la Patria palestina, o... un etcétera demasiado largo.
En Alemania –país en que las pudibundeces políticamente correctas de los medios culturales rozan con frecuencia el ridículo, por sus complejos de culpa colectiva: no estamos solos en tan estúpida tesitura– se ha llegado a señalar que la película podía ser una exaltación épica de los asesinos. No me parece, más bien creo que la mayoría de los espectadores sale del cine con el deseo de no encontrarse con semejantes engendros para no tener que darles los dos mamporros que se merecen.
Mientras me acuerdo de mi pintadita del principio y de Joschka Fischer, llegado a ministro en Alemania, veo en la tele a un grupo de pacifistas, en Estrasburgo, intentando quemar vivos a unos policías. No han avanzado en abstracciones –aunque hayan sustituido "el pueblo" por las ballenas y el cambio climático– pero tampoco en técnicas destructivas. Por fortuna.