El neologismo "roscograma" es un término que retrata a la perfección una realidad perversa: que el organigrama del Estado colombiano más parece un árbol genealógico. Y a pesar de que suele recalcarse que los sueldos que paga el Estado son bajos en comparación con el sector privado, las parentelas de los notables –del Presidente para abajo– se pelean y reparten todos los cargos de importancia para usufructuar el poder y las rentas públicas por los siglos de los siglos.
Está claro que hay un régimen de inhabilidades e incompatibilidades y que el tráfico de influencias se castiga, pero, hecha la ley, hecha la trampa. No hay nepotismo si yo nombro a su señora en un cargo y usted a mi prima. Otro nombrará a su hijo y alguien más le dará un contrato a mi sobrino; todo tejido finamente, como una sutil telaraña que uno no ve hasta que se la lleva puesta en la cabeza.
Y esa telaraña es una forma de corrupción tanto o más grave que el clientelismo, pues este comporta el sentido natural de la participación política, que es gobernar con los amigos. En cambio, introducir la parentela en cargos de privilegio es un aprovechamiento de lo público para obtener beneficios que, por extensión, resultan personales. Y si esto estuviera reducido a sus justas proporciones, como diría un ex presidente cuya nieta, a propósito, dirige la inútil Comisión Nacional de Televisión, esto no sería un cáncer que se está carcomiendo al Estado desde adentro.
Esta enfermedad ha de estar muy avanzada como para que un magistrado de la Corte Suprema le pida al presidente de la República, sin sonrojarse, mediar por un cupo para una especialización en medicina que el hijo del magistrado no obtuvo mediante examen de admisión. Es decir, gracias a las roscas, lo que natura no da, Salamanca sí otorga. Además, el grueso de la población reprueba el narcotráfico, la guerrilla, los "paras" y, supuestamente, la corrupción, pero pocos condenan las roscas. Quien las critica pasa por envidioso, y se han arraigado tan profundamente en el imaginario nacional que todo el mundo acepta aquello de que "lo malo es no estar en ellas".
Las roscas son el engranaje de eso que Álvaro Gómez Hurtado llamaba "el régimen", el sistema injusto estructurado para beneficio de unos pocos. Tal injusticia impide la movilidad social, viola el principio de igualdad y es el generadora, por la falta de oportunidades, de la mayoría de los problemas del país.
Decir que se van a acabar suena utópico, pero pedir que se legalicen no solo es un error, sino un acto de complicidad con lo que es vicio aborrecible. Los cínicos se preguntan de qué vivirían estos roedores del Estado. Pues como son tan inteligentes y bien preparados, que funden empresas y brinden empleo; que luchen contra los trámites, el contrabando, la revaluación, la deficiente infraestructura... Pero, eso sí, sin contraticos oficiales, a ver cuánto duran. Las empresas familiares no pasan de la tercera generación, y como el Estado ha sido siempre un negocio de familia, he ahí una causa de su envilecimiento.
Así como a nadie le dan dos subsidios de vivienda, se debería reglamentar que solo una persona por familia pueda ocupar, en el Estado, cargos de nivel medio hacia arriba, así como limitar la adjudicación de contratos, concesiones, becas, emisoras, notarías, curadurías y similares. Igualmente, hay que ponerles cortapisas a los votos hereditarios, amarrados con bultos de cemento, tejas y ventiladores, porque tanta "tipicidad" tampoco es normal ni deseable. Lo malo es que ello depende de los legisladores, que son la savia misma de ese árbol, y ellos, como diría Lampedusa, se las arreglan para cambiar el decorado pero hacer que todo siga igual. Acaso la tecnología nos depare el rigor de un computador insobornable (el Portal Único de Contratación se quedó corto), aunque es de temer que a ese Gran Hermano lo manejen sus grandes parientes de siempre.