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Santiago Navajas

Eugenio Trías y la resurrección

Si Platón nos enseñó a salir de la cueva de la ignorancia, Trías nos convenció de que era mucho mejor quedarnos en la oscuridad de la sala cinematográfica.

Si Platón nos enseñó a salir de la cueva de la ignorancia, Trías nos convenció de que era mucho mejor quedarnos en la oscuridad de la sala cinematográfica.

Hay unos cuantos textos escritos en español sobre autores internacionales que son universalmente canónicos: el de Octavio Paz sobre Marcel Duchamp, el de Borges sobre Walt Whitman, el de Vargas Llosa sobre Gustave Flaubert, el de Fernando Savater sobre Nietzsche... A ellos hay que sumar, sin duda, el que escribió Eugenio Trías (Barcelona, 31/VIII/1942 – 10/II/2013) sobre Alfred Hitchcock.

Dice Stephen Hawking que la filosofía está muerta, de lo que podemos deducir que los filósofos se están poniendo muy malitos, que están obsoletos y caducos. Y que son un peligro, inútiles y costosos en el mejor de los casos. Quizás sea verdad y haya que matarlos a todos, como hicieron en su día los hawkinsianos atenienses que invitaron a Sócrates a una caña de cicuta.

Pero el caso es que siempre habrá quien se ponga a pensar la nada mientras el populacho –también hay plebe en Cambridge, no crean– vocifera que en realidad se dedica a no hacer nada. Pensar la nada (o eso que llama poéticamente Hawking "el misterio del ser") es lo que se dedicó a hacer durante cincuenta años Eugenio Trías (él prefería llamarlo "filosofía del límite"), cuya mayor aportación a la filosofía habrá sido seguramente el haber bajado de nuevo a la caverna de Platón, transmutada en su caso en sala cinematográfica. Un pensamiento no a la manera de la ciencia sino desde el punto de vista del arte, porque, como defendía en su obra mayor Lo bello y lo siniestro,

en la literatura, sólo es literatura la poesía y la filosofía.

Después de 2.500 años, Trías, cuyas clases en la Universidad de Barcelona sobre el filósofo de la República eran míticas, ya no trataba de enseñarnos a salir de la caverna, vano propósito, sino a descifrar con cuidado y atención las fascinantes sombras proyectadas sobre el fondo de la caverna, esas imágenes fantasmáticas que ahora llamamos películas.

Y es que, si Platón nos enseñó a salir de la cueva de la ignorancia y el prejuicio para extasiarnos con la luz de la Verdad Absoluta, Trías nos convenció de que era mucho mejor quedarnos en la oscuridad de la sala cinematográfica, donde se está mucho más calentito y podemos desvelar, si no la verdad soberbia del conocimiento, la verdad humilde de la poesía. Y es que donde estén Fred Astaire y Kim Novak, que se quite la Idea del Bien. Lo que no significa que esa combinación de reflexión y películas conduzca, como pretenden los fariseos, a una devaluación de la filosofía. Todo lo contrario. Porque, como nos había enseñado Eric Rohmer, también por cierto a propósito de Hitchcock, nada más natural que empezar un artículo cinéfilo con una cita de Platón.

Melómano además de cinéfilo, Eugenio Trías creía con Nietzsche que la vida sin música sería un error. Y si el cine es el arte más impuro –porque está repleto de contenidos, sentimientos, referencias, intereses y símbolos–, la música es el más puro, estricta formalidad... o no, porque en su magistral El canto de las sirenas Trías nos enseñaba cómo escuchar la música con la inocente complejidad del John Cage que compuso "Cuatro minutos treinta y tres segundos". Eugenio Trías nos abrió las orejas como antes nos había abierto los ojos.

Trías compartía con Fernando Savater, Félix de Azúa o Gabriel Albiac –colegas de la generación de ensayistas más notable desde la II República– una ligereza dionisiaca que los filisteos confunden con superficialidad, así como un compromiso rotundo y a contracorriente con los problemas de la época que le tocó vivir, sin los típicos clichés del tópico intelectual abajofirmante español, al que se le ve venir. En este sentido, todavía hay quien se hace cruces con el apoyo del intelectual catalán al Aznar que llevó al PP al centro político y a la victoria electoral.

Hace un par de semanas, Juan Manuel de Prada emitía Ordet en su programa cinéfilo Lágrimas en la lluvia. Si Vértigo era la muestra perfecta de lo que el filósofo catalán quería expresar sobre lo bello y lo siniestro, a través de una mentirosa resurrección, la película del danés Dreyer es el paradigma visual de lo que sostiene el filósofo vasco Javier Gomá:

Ante el sórdido hecho biológico de la muerte cabe la esperanza de la inmortalidad.

Podemos imaginar que mientras Trías revisaba los textos de lo que iba a ser su obra póstuma, Del cine, aventuras y extravíos, de refilón veía en Intereconomía, en una de esas pantallas que iluminó con su reflexión, el milagro del triunfo de la resurrección verdadera sobre ese límite supremo que parece ser la muerte. Descanse en esperanzada paz.

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