Atribuida a Franklin Delano Roosevelt, al parecer fue realmente pronunciada por su secretario de Estado, Cordell Hull: “Puede ser que (Anastasio) Somoza sea un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”. Represivo y corrupto, ¿cómo es posible que el gobierno demócrata de Roosevelt apoyase al dictador nicaragüense? En mitad de la guerra fría el partido de Somoza, que tenía además el desparpajo de denominarse “liberal” cuando debería haberse llamado “liberticida”, era de un furioso anti-comunismo. Y la simpleza de la política lleva no sólo a hacer extraños compañeros de cama sino que convierte en un dogma lo que en lógica es una falacia: que el enemigo de mi enemigo sea mi amigo.
Estados Unidos apoyó no sólo a Somoza sino también a todo tipo de dictaduras militares, a cual más perversa. De Trujillo a Pinochet, no hubo dictador bananero que no disfrutase de la ayuda, cuando no de la simpatía y la complacencia, tanto de presidentes demócratas como de republicanos. O ha favorecido regímenes “híbridos”, como los denomina The Economist, que no son homologables a las democracias constitucionales aunque celebren simulacros de elecciones, haya una apariencia de separación de poderes y, al menos nominalmente, se respeten los derechos humanos. El Perú de Fujimori fue un ejemplo; la Turquía de Erdogan es otro.
La tolerancia con estos regímenes resulta siempre paradójica. De manera similar al gato de Schrödinger que no está ni vivo ni muerto hasta que una conciencia lo percibe, así estos regímenes resultan “vivos y muertos” democráticos dependiendo de la perspectiva desde la que se comprenda. Cuando un país se debate entre dos golpismos, ambos en nombre de la “democracia”, es cuando sale a relucir el nombre de Kissinger. El que fuera secretario de Estado de Nixon y Ford unió su nombre al concepto de “realpolitik”, una concepción pragmática y utilitaria de la política según la cual el fin justifica los medios. O, dicho de otro modo, la política consiste en lavar en casa, con las manos manchadas de sangre, la ropa manchada de mierda que, al día siguiente, los niños vestirán para ir al colegio, impolutos y contentos. A Kissinger no le fue tan mal. Aunque Christopher Hitchens solicitaba que fuese juzgado por “crímenes contra la humanidad”, lo que se llevó finalmente fue el Premio Nobel de la Paz...
Teorizada por Nicolás Maquiavelo, encontró la “realpolitik” su principal artífice en Otto von Bismarck en la vida real y en Lord Petyr Baelish, apodado “Meñique”, para los que, como Pablo Iglesias, interpretan la política a la luz de Juego de Tronos. Volviendo a Turquía, puede ser que Erdogan esté, lenta pero inexorablemente, llevando a Turquía a una islamización a la que sólo el Ejército, inspirado en el laicista Ataturk, podría resistirse. Pero tanto Obama como Merkel, con la sombra ominosa de Putin en la retaguardia, saben que Turquía es la primera y perentoria frontera de lucha contra un enemigo mucho más vil y peligroso: Daesh (aunque, por la puerta de atrás, Erdogan sea acusado de colaborar con los fundamentalistas islámicos en el tráfico de petróleo en el mercado negro). Y, ahora mismo, la estabilidad en Turquía es el valor político número uno ante el cual otros principios morales van a ser, seguramente con el dolor que siempre conlleva subordinar sin condiciones la ética de la convicción a la de la responsabilidad, sacrificados en aras del éxito militar y la mística “geoestratégica”.
De todos modos, del mismo modo que la explicación de un fenómeno no conlleva su justificación, el apoyo a un sátrapa no implica reconocimiento ni determina respeto. Después de décadas de tiranías militares, Sudamérica sale del otoño de sus patriarcas dictatoriales y las fiestas de sus chivos populistas para entrar en la primavera de regímenes cada vez más liberales. Cabe esperar que también al Tirano Banderas turco le llegue su final democrático. Aunque, parafraseando lo que le dijo un funcionario de Estados Unidos a Vargas Llosa en relación al apoyo estadounidense a los dictadores sudamericanos, si sabemos que Erdogan es un dictador pero a los turcos les gusta, le aplauden y le apoyan, ¿por qué vamos a ser nosotros más papistas que el Papa? Algo parecido, por cierto, y ya en clave nacional, es lo que debe estar pensando Albert Rivera en relación al estafermo de la Moncloa.