Casi un tercio de los españoles se define como liberal y, lo que es más importante, entre los más jóvenes es la etiqueta política favorita. Si para la generación de los mayores el debate ideológico se establece entre socialistas y conservadores, en los menores de 35 años la discusión se plantea entre ser socialista o liberal. Se podría esperar una representación parlamentaria, pequeña pero matona, que pudiese ser clave en cuestiones trascendentales. Pero aunque relevante en los medios de comunicación, con diarios como Libertad Digital o revistas como La Ilustración Liberal, en el Parlamento la voz liberal es ensordecedoramente silenciosa.
En las últimas elecciones el voto liberal se ha dirigido a Ciudadanos (The Economist mediante), al PP o, directamente, a la abstención. El partido de Albert Rivera es actualmente la opción más cercana a un mínimo común liberal, al recoger del liberalismo de derechas una aproximación económica favorable al mercado y del liberalismo de izquierda una ampliación de los derechos civiles. Sin embargo, Ciudadanos es un partido de centro en el que caben otras ideologías, fundamentalmente la socialdemócrata, reflejo de lo que en Europa se conoce como liberal-democracia. El Partido Popular, por otra parte, hace guiños en clave liberal durante las campañas electorales, de la bajada de impuestos a una mayor libertad económica, lo que atrae en cada elección a liberales adictos al voto útil, por mucho que la dura realidad de las crónicas subidas de impuestos de los populares, su intervencionismo económico y su paternalismo social desmienta una y otra vez dichas promesas.
¿Sería posible un partido orgullosamente liberal? O, si no orgulloso, al menos que no hubiese que ocultarlo vergonzosamente a las visitas. Los liberales sufren más que otras ideologías del síndrome Von Mises. En una reunión de la Sociedad Mont Pelerin, el célebre economista y filósofo austríaco se fue con cajas destempladas acusando al resto de presentes de ser todos "una banda de socialistas". Desde entonces, el esnobismo de la pureza y el sectarismo excluyente han distinguido a los liberales de todas las escuelas. Los de Austria (Hayek) no se hablan con los de Chicago (Friedman), que miran por encima del hombro a los de Cambridge (Keynes), que ni se cruzan con los de Friburgo (Eucken), que jamás se irían de vacaciones a Las Vegas (Rothbard). Sólo los marxistas, en sus diversas opciones leninistas, trotskistas, maoístas, estalinistas o, últimamente, zizekianos y chavistas, pueden competir con los liberales en cuanto a corrientes y tendencias tan fraternales como Caín y Abel.
Muchos liberales no votan. Han renunciado al liberalismo como plataforma política y viven instalados cómodamente en su torre de marfil abstencionista. Lo que es legítimo pero también claudicante. Como si la democracia y el liberalismo fuesen incompatibles. Y son las dos caras de una misma moneda: la libertad como autonomía en todas las facetas sociales, de la individual a la colectiva. El liberalismo doctrinario ha optado por la marginalidad y el utopismo como respuesta resignada al triunfo del capitalismo avanzado de bienestar. Dicho Estado de Bienestar es el gran enemigo para muchos liberales, que se niegan a gestionarlo, ya que lo consideran un dogma y un peligro. Si cayó rendido un randiano como Alan Greenspan a los cantos de sirena de la Reserva Federal es que no hay remedio, parecen pensar. Del mismo modo que en el Infierno de Dante, del Estado de Bienestar parece colgar un cartel que reza: "Oh vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza". Algunos esperan a que quiebre para refundarlo como Estado Liberal stricto sensu. Esa es la tentación marxista de algunos liberales utópicos que esperan el Apocalipsis del Estado de Bienestar como los comunistas el Armagedón del capitalismo. Pero todos ellos van a esperar sentados, contándose batallitas decimonónicas de cuando el Estado sólo controlaba el 5% del PIB, o bien lanzándose en plan kamikaze contra el portaaviones del Estado Social de Derecho con jeremiadas librescas.
Por el contrario, se trata de implementar el Bienestar en modo liberal style, en lugar de a lo socialista o a lo conservador. Fue posible en Suecia con unos liberales pragmáticos, como relata Mauricio Rojas. Cabe dentro de una tecnología social fragmentaria: pequeñas experiencias que vayan dejando huella liberal. Efectivamente, Ciudadanos es lo más liberal que hay en España. O lo más moderado (para los que han visto la serie Borgen, es fácilmente asimilable al partido de Birgitte Nyborg). Los partidos liberales que hay en Europa no lo son mucho más que Ciudadanos, que cuenta en su ideario entre un 50 y un 60% de ideario liberal. Pero… ¿Se podría diseñar un partido que recogiese en su seno al menos un 80% de liberalismo común a todas las tendencias? Sí, desde el realismo en lugar del idealismo. Veamos cómo.
La respuesta a cómo es posible que no haya un partido liberal clásico en España se resuelve estableciendo un mínimo común denominador: los principios del gobierno limitado, la responsabilidad personal, la justicia como imparcialidad y la libre empresa. Pero teniendo en cuenta la realidad política de este planeta, así que mejor olvidar el patrón oro, la legalización sin restricciones de la compra de metralletas y otras veleidades libertarias (el Partido Libertario, que está bien organizado, no ha alcanzado los tres mil votos el 20-D).
Un método para asentar a los floridos liberales en el desierto de la realidad sería coger las cuestiones que se plantean en test políticos como el de A quién voto o Brújula electoral y responderlas desde un punto de vista liberal para ir elaborando un programa ad hoc de las circunstancias concretas en España. Por ejemplo, respecto de las cuestiones "El Estado debería intervenir lo menos posible en economía", "Para luchar contra el desempleo, las empresas deben tener más facilidades para contratar y despedir a los trabajadores", “En algunos casos, la sanidad pública debería ser gestionada por empresas privadas para asegurar unos servicios de mayor calidad y más eficientes” o “Las privatizaciones de empresas públicas son una buena manera para que el Estado se financie”, habrá un acuerdo generalizado entre los liberales en responder “de acuerdo” o “totalmente de acuerdo”. Por lo que respecta a cuestiones sociales, y aunque no estén de acuerdo desde el punto de vista de su moral particular, a las preguntas “Las corridas de toros deberían prohibirse porque constituyen maltrato animal”, “Las personas del mismo sexo deben tener el derecho de contraer matrimonio”, “La eutanasia debe ser legalizada” o “La prostitución debería ser legalizada y regulada”, el liberal “estándar” votaría “A favor” o “Muy a favor”, mientras que ante la cuestión “La legislación sobre el aborto debería ser más restrictiva” o “Para luchar contra el terrorismo, deben aceptarse restricciones de derechos y libertades civiles” apoyaría la opción de “En contra” o “Muy en contra”. En otras cuestiones, como la posibilidad de plantear referéndums más fácilmente o intervenir militarmente en Siria, no hay una respuesta liberal clara, por lo que caben distintas posiciones, pero que no debieran ser casus belli.
Sobre la base de un máximo de libertades civiles, una economía competitiva, una política fiscal restrictiva, un Estado de Bienestar eficiente, una regeneración democrática basada en la separación de poderes y la transparencia administrativa, un Estado descentralizado, un sistema educativo variado y plural, un aumento de la responsabilidad individual que conecte los derechos con los deberes y, sobre todo, una política y una economía basadas en la evidencia y la tolerancia, un partido con una agenda liberal podría reunir unos dos millones de votos, suficientes para ser decisivos gracias al puñado de escaños que se obtendrían en el Parlamento. Bastantes y bien armados conceptualmente, los liberales ya han salido del armario, pero todavía falta un núcleo irradiante de líderes mediáticos e intelectuales que saquen las siglas PL de la hibernación.