Hemos vivido una semana trágica en Europa, y a partir de ahora nada será igual en el continente. Pero todavía algunos pretenden ocultar la relevancia histórica de los atentados de París para que no se dañen sus agendas políticas y económicas. Son los mismos que durante años han camuflando entre frases buenistas –más bien panfilistas– uno de los grandes problemas de nuestro tiempo: el fracaso del modelo multicultural que la oligarquía europea ha pretendido imponer de espaldas a los ciudadanos.
Los atentados de París no son el hecho aislado de unos dementes, sino la enésima y sangrienta escenificación de una guerra global a la que Occidente no ha prestado la necesaria atención. En el país vecino llevan tiempo soportando el terrorismo islamista, y en las últimas semanas ya se habían producido varios ataques, con conductores que se lanzan al grito de "Alá es grande" contra mercados navideños y yihadistas solitarios que asaltan comisarías apuñalando a los agentes. No hace mucho en Inglaterra –con horror– lo pudimos ver televisado, y lo mismo en Australia, Canadá o EEUU, donde el islamismo no ha perdido ocasión de golpear nuestras sociedades. Hoy mismo, en España, un joven marroquí intentaba arrebatar el arma a un policía mientras voceaba "Alá es grande: vais a morir todos". No es, ya lo sabemos, un fenómeno aislado, sino una estrategia permanente de terror y muerte.
Llevo tiempo concienciado de la gravedad de un problema que va a determinar nuestro futuro y las posibilidades de libertad de nuestros hijos. Hace meses viajé a Irak con la intención de mostrar mi apoyo y solidaridad a quienes combaten contra el Estado Islámico, una de las últimas franquicias de los bárbaros. Visité campamentos de refugiados –que relatan horrores espeluznantes–, y también la primera línea del frente que sostienen las guerrilleras peshmergas; me reuní con políticos y líderes religiosos para comprobar que todos coincidían con la advertencia que nos hizo el arzobispo de Mosul: "Nuestro sufrimiento es el preludio del que vosotros, cristianos europeos y occidentales, sufriréis en un futuro inmediato". En el mismo sentido se pronunciaba este pasado verano el presidente del consejo judío mundial, escandalizado por el silencio –y en algunos casos hasta la justificación– con el que contemplamos el avance de la yihad y la barbarie. Así sigue siendo, y en los últimos días apenas hemos prestado atención –y ninguna respuesta militar– al genocidio que los islamistas están perpetrando en África.
Esto sucede porque todavía ahora hay quien pretende camuflar la cruda realidad. Desde la izquierda europea –con los cadáveres aún calientes, incluso antes de que se resolviese el secuestro del hipermercado– se alertaba del peligro de la islamofobia, un palabro creado para estigmatizar a quienes no nos resignamos ante los bárbaros. Yo mismo he sido objeto de estos ataques por parte de la Comisión Islámica de España, que ha pretendido silenciarme por denunciar desde este mismo medio las irresponsables cesiones que estamos haciendo ante quienes tratan de imponer la sharía como norma única y universal.
No podemos resignarnos, ya es tiempo de levantar el velo al islamismo –que no se refiere a quienes profesan el islam, sino a los que tratan de imponerlo con violencia o coacciones económicas–. Es momento de denunciar que el Estado español permite que en las escuelas públicas se presente al profeta Mahoma como modelo de vida –a la vez que extirpa crucifijos y dificulta las clases de religión católica– y que no ha tomado las medidas necesarias contra los yihadistas de pasaporte español que han combatido en Irak o Siria; que PSOE e IU se han alineado con quienes pretenden retroceder siete siglos en Córdoba para convertir la catedral en mezquita; que Podemos quiere derribar las vallas de Ceuta y Melilla para que vivamos en una permanente jornada de puertas abiertas a la inmigración descontrolada y, que más allá, tampoco faltan quienes justifican las matanzas de París con peregrinas explicaciones, escondiendo las más auténticas: que comparten con el yihadismo el odio a nuestra sociedad y nuestros valores.
Lo cierto es que bajo el paraguas del multiculturalismo se protegen por igual los grandes oligarcas que no quieren poner en peligro sus petrodólares y quienes albergan un odio brutal contra la civilización judeo-cristiana. Ellos son los que agitan el fantasma de la islamofobia mientras pretenden ocultar –atención a este terrible dato– que el 16% de los franceses ve con simpatías el Estado Islámico, y que ese porcentaje crece hasta el 27% cuando se pregunta a los más jóvenes. Estas son las cifras de la sociedad multicultural que la oligarquía europea –política, económica y mediática– pretende imponernos. Resignarnos al multiculturalismo es resignarnos a la islamización de Occidente.
Por eso ya somos millones los europeos dispuestos a exigir un cambio de rumbo en la política del continente. Queremos que se combata de forma implacable todas las formas que adopta la yihad: por supuesto sus células terroristas, pero también su propaganda, su soporte intelectual y su financiación. Debemos aplicar al yihadismo, al menos, las mismas medidas que se han aplicado contra la xenofobia, una respuesta coordinada que contemple desde el marco legal hasta la educación o la política internacional, junto a un considerable aumento en las partidas presupuestarias de defensa y seguridad. Debemos, en fin, levantar el velo a la barbarie y combatirla sin tregua. Es la batalla en la que nos jugamos el futuro.
Descansen en paz las víctimas de París, y también las de Irak, Siria y Nigeria. Reciban nuestro apoyo y solidaridad todos los que combaten el yihadismo islamista. Sólo así lograremos que nuestros hijos no padezcan la opresión de los neo-bárbaros tecnologizados.
Santiago Abascal, presidente de Vox.