"Nosotros ponemos las almas, pongan ustedes las armas". Con educación pero de manera directa y convincente, esa fue una de las primeras frases que nos espetaron en las horas iniciales de nuestro viaje. No era un miliciano peshmerga quien nos lo exigía, ni el ministro de Defensa, sino el presidente de la Comisión Independiente para los Derechos Humanos, Diya B. Sliwa, haciéndonos ver, sin vacilaciones ni taras ideológicas, que los derechos humanos en esta tierra se defienden a punta de kalashnikov o se pierden.
Cuando el bueno de Víctor González me dijo que quería llevarme a Irak para que conociese de primera mano la persecución a la que estaban siendo sometidos los cristianos y otras minorías a manos del Estado Islámico, no lo dudé. A los amigos, a la familia y a los compañeros de partido la idea les resultaba inquietante, pero no fui capaz de evitar la tentación ni la generosidad de Víctor. Las decapitaciones grabadas en vídeo, las fotografías de crucifixiones y las noticias sobre mercados de esclavas me tenían tan impresionado como a cualquiera, pero fueron un acicate para transportarme a Irak con Víctor y con Javier Torres, al que cogimos a lazo días antes para hacer las veces de camarógrafo.
Partimos de Madrid en un vuelo que hacía escala en Turquía antes de aterrizar en Suleimaniya, una ciudad kurda del norte de Irak. Y fue precisamente en el aeropuerto de Estambul el único lugar donde durante esos días nos cruzamos con mujeres que habían sido convertidas en negrísimas sombras de sus amos, cubiertas por túnicas que sólo dejaban ver sus ojos, y a veces ni eso, y que caminaban siempre varios pasos por detrás de algún barbudo. Durante nuestra espera nos preguntamos si acaso no sería éste el mismo viaje que habían hecho algunos de los cincuenta individuos con nacionalidad española que se han incorporado a las filas del Estado Islámico, también conocido como EI o ISIS (por sus siglas en inglés).
El aeropuerto de Suleimaniya estaba plagado de túnicas blancas, barbas pobladas y bigotes afeitados y de individuos que se lavaban los pies en los lavabos salpicando sin piedad. Sólo el pasaje de nuestro vuelo y el personal de seguridad desentonábamos en ese ambiente, que imaginábamos sería el que nos esperaría en los días siguientes. Pero no. Se trataba de peregrinos que regresaban de La Meca; eran del sur de Irak, pero como consecuencia de la guerra se veían obligados a coger vuelos en el norte del país.
Erbil
La realidad del Kurdistán se nos presentó bien distinta, nos encontrarnos un norte de Irak occidentalizado y en apariencia tolerante. Amanch, un kurdo residente en España y con un largo periplo como refugiado, nos esperaba en el aeropuerto para llevarnos a Erbil. Elegimos ir por las montañas, a pesar de que serían tres horas de conducción por malas carreteras. Enseguida nos sorprendió la falta de arbolado, que se prolongó por todo el recorrido, y que Amanch achacaba a la necesidad de talas masivas para superar los embargos de Sadam Husein a los kurdos. Atravesamos varias localidades de esta zona agreste. Casi la totalidad de los hombres vestía el traje típico del Kurdistán, en tono caqui, bombachos, un fajín y una camisa de apariencia militar. Supongo que la guerra perpetua de los kurdos deja huella en la vestimenta. Las llamaradas del gas quemándose en los pozos petrolíferos llamaban nuestra atención cada pocos kilómetros, la conducción temeraria de los que nos cruzábamos aún más, tanto que los grandes socavones y la ausencia de líneas en la carretera no nos sorprendían. Bastante teníamos con llegar sanos y salvos.
Tras pasar un control de carretera, a primera hora de la mañana llegamos a Erbil, la capital de la zona iraquí del Kurdistán, cuyo primer asentamiento humano conocido data del siglo XXIII antes de Cristo, y en la que se establece una primera comunidad cristiana alrededor del año 100. El fuerte otomano que hace las veces de kilómetro cero de Erbil contrasta con la modernidad de muchas de sus construcciones. El tráfico de coches blancos, ¡casi todos los vehículos son blancos!, se ordena solo, al gusto del anarcoliberal más extravagante, y pone a prueba nuestro corazón en varias ocasiones. Nos sorprende ver a mujeres al volante, con el cabello cubierto o sin él. Y por la calle, más poblada por el género masculino, caminan despreocupadas algunas mujeres con pantalones ceñidos. El primer hotel en el que tratamos de hospedarnos es una moderna torre rodeada de bloques de hormigón a modo de muralla que contenga la onda expansiva de los atentados con bomba. Nos revisan el todoterreno, y nuestras maletas son escaneadas antes de franquear el perímetro del hotel. El establecimiento está repleto de coches de la ONU y vemos a un joven trajeado subir a su vehículo no sin antes revisar los bajos. El hotel está repleto y la habitación que queda es la suite. Demasiado cara. La pesadez de los controles sorteados ha sido en balde. Nos vamos y decidimos ahorrar en seguridad buscando otro lugar más barato, al que accedemos tras controles más laxos.
Comienza el empacho de té. Kamal Muslim, el ministro de Asuntos Religiosos, pertrechado con el típico bigote iraquí, nos recibe cordialmente. Los más de cien metros cuadrados de despacho llaman la atención, así como los sillones ostentosos. Nos sirven el primer té. Las reuniones son ceremoniosas y largas. Los refugiados copan nuestra conversación. El frío ya asoma y eso inquieta al ministro. Un millón setecientas mil personas se encuentran desplazadas de la guerra en el Kurdistán. Muslim nos advierte de que "llega el invierno y miles de refugiados no tienen nada". Algunos ni siquiera tienen calzado. Lo comprobamos en nuestra visita al campamento de refugiados yazidíes del barrio de Ankawa. Accedemos al campamento para ver la realidad con nuestros propios ojos, sin intermediarios. Miles de tiendas se esparcen por una llanura, y el suelo, de tierra, acoge un desordenado partido de fútbol. Bienintencionados, llevamos unos balones pero enseguida nos percatamos de que hay demasiados niños, algunos descalzos. Los balones desaparecen en un santiamén, y nos convertimos en el centro de atención del campo, rodeados de niños anhelantes y alegres. España está presente entre los refugiados, aunque sólo sea a través de las camisetas del Real Madrid y el Barcelona FC que visten algunos chavales. El clásico entre ambos clubes centra la atención mundial estos días. Qué bien les vendría a estos pequeños messis y ronaldos, los parias de la tierra, despojados de sus casas e incluso de sus zapatos por los asesinos del ISIS, compartir una pequeña parte de ese gran foco mundial que acapara con usura el Barsa- Madrid. Abandonamos el campamento, impotentes, emocionados y sobrecogidos para acudir a nuestra cita con el arzobispo de la diócesis de Erbil, Bashar M. Warda.
No nos recibe en un despacho. Nos espera en un campamento de refugiados, esta vez cristiano. Nos escucha con recelo, pero enseguida empieza a trasmitirnos los problemas de los refugiados. Cualquier ayuda es bienvenida y nos pide a los españoles que recemos por aquellas personas que "lo han perdido todo excepto su fe". Nos muestra los barracones del campamento y con orgullo enciende el grifo del agua caliente recién estrenado de las duchas comunitarias, no sin antes señalar que se trata de un lujo que tienen pocos campamentos. Rechaza nuestros balones con una sonrisa porque al ser sólo cinco afirma que no va a haber five sino fight. Nos dice que agradecería también el envío de iconos religiosos. En ese momento, no puedo evitar el impulso de abrir la cartera y regalarle mi detente bala, un medallón con la imagen del Sagrado Corazón que una mujer desconocida me regaló hace unas semanas en la última manifestación en favor del derecho a la vida en Madrid. "Usted lo va a necesitar más que yo", le digo antes de despedirnos.
Cae la noche. En mitad de la ciudad, en el recinto exterior de una iglesia se agolpan las tiendas de más refugiados cristianos. Nos recibe el cura, un hombre joven de Bagdad que trata de combatir el barcelonismo y el madridismo de los niños de su campamento. Sonríe. Una cruz corona una de las tiendas. El cierre no hermético deja ver una luz potente. Me acerco y me encuentro con una escuela para niños de 4 a 8 años. El sacerdote nos explica que en este campamento están bien, que no hay graves problemas psicológicos, porque las familias han llegado enteras; pero que en otros lugares faltan el padre, que ha sido asesinado, o las niñas, que han sido vendidas.
No hacía falta venir a Irak para intuir que el ISIS representa a las fuerzas del mal, y que el autoproclamado califa Abu Bakr al Bagdadi es una suerte de encarnación demoníaca. Pero sobre el terreno hemos podido certificarlo. Y no es este un pensamiento occidental. Damos un respingo cuando en una de las reuniones, previo ofrecimiento del omnipresente té, el representante gubernamental para las ONG se refiere al Estado Islámico como "las fuerzas oscuras, enemigas de todo lo bello".
Las 'peshmergas'
Amanecemos con la firme voluntad de ver a las guerrilleras peshmergas, que vienen haciéndosenos escurridizas. Nos dice nuestro contacto que ya lo tenemos, que las podremos conocer en un cuartel. Venimos de España con la obsesión de encontrarnos con las peshmergas después de que algunas de sus historias hayan dado la vuelta al mundo, como la de la joven comandante que, forrada de explosivos, se suicidó en Kobani llevándose por delante un carro blindado del ISIS y a quince de sus milicianos, que ya no accederían a la otra vida acompañados de harenes de mujeres vírgenes. Sólo así se comprende el pavor que los asesinos del Califato tienen a ser muertos a manos de una mujer, y el odio que sienten hacia las peshmergas, mostrado al mundo por un hijo de Satán con la cabeza de una bella miliciana kurda decapitada, hecho que han jurado vengar sus compañeras haciéndole lo propio al yihadista que, sonriente y satisfecho, ostenta tan grotesco trofeo.
Ya en el vehículo, nuestro conseguidor kurdo nos dice que se frustra nuestra visita a las peshmergas porque han salido al frente de guerra con urgencia. "¡Entonces para allí nos vamos!", exclama Víctor, ante el escándalo sordo de nuestros dos amigos kurdos, y para sorpresa de nuestro reportero, que ya se imaginaba con su cámara danzando en alguna trinchera y esquivando balazos. Finalmente, resolvemos ir en busca de las peshmergas acercándonos hasta posiciones prudenciales. Tomamos la carretera del sur y nos vamos alejando de Erbil.
Ponemos rumbo a Magmur, una localidad recuperada al Estado Islámico hace unas semanas. Superamos hasta cuatro controles de carretera en cuarenta kilometros. La explicación de nuestros amigos kurdos siempre es la misma: "Son unos españoles que vienen a conocer a las peshmergas". Conforme avanzamos los controles se recrudecen pero nos dejan pasar. Según nos acercamos a los dominios del Estado Islámico, la carretera va quedando desierta, al igual que el paisaje. Nos cruzamos con un adolescente que camina solo portando un kalashnikov, muestra de la cercanía al punto más caliente de los combates. Enseguida llegamos a Magmur, a ocho kilómetros del frente, donde el control de seguridad es más fuerte.
"No nos gusta la España que nos abandonó"
"Son españoles que vienen a ver a las peshmergas", insisten nuestros portavoces. Se llevan nuestros pasaportes. Eso nos inquieta. Los atuendos de los guerrilleros son militares pero cada uno de su padre y de su madre, lo que nos inquieta algo más. Varios de ellos llevan uniformes americanos en los que se puede leer "US Army". Pasan unos minutos y un coche viene a recogernos. Subimos al vehículo Víctor y yo y nos conducen al destartalado cuartel general de la UPK (Unión Patriótica del Kurdistán). Su responsable, rodeado de hombres armados hasta los dientes, nos recibe amigable y nos invita a pasar a su interior. Allí no hay mujeres peshmergas. De nuevo el té y la ceremoniosa reunión. "No nos gusta la España que nos abandonó en 2004", nos espeta el líder local de la UPK, tan sorprendido por nuestra aparición como nosotros por su improvisado y hondo reproche contra la cobardía de Zapatero. Pero nuestras posiciones parecen convencerle. Nosotros queremos un mayor apoyo militar y humanitario de Occidente en la aniquilación del Estado Islámico. La puerta del salón está abierta y vienen a decirle algo al oído a nuestro inesperado anfitrión. Hombres armados van de aquí para allí, y esperan expectantes el fin de la reunión. "Queremos conocer a las mujeres peshmergas", insistimos antes de concluir el encuentro. Parece que esta vez sí.
Nuestro anfitrión nos invita a subir a una camioneta. En su parte exterior suben de un brinco cuatro milicianos armados con fusiles AK-47. Aquí se palpa el riesgo de un modo distinto. Atravesamos la localidad polvorienta de Magmur, donde el asfalto parece haber desaparecido hace años y la pobreza es una evidencia. Nos encaminamos a una aldea distante unos pocos kilómetros. Nadie nos dijo el nombre ni había carteles indicativos. Pero a su entrada los sacos terreros agujereados por las balas y el fuerte control de seguridad nos indican que se trata de una zona de conflicto.
Discusión breve en la entrada entre nuestros transportadores y los milicianos del lugar. No entendemos nada. Finalmente nos dejan entrar y nos recibe el alcalde. De nuevo el té. Nos encontramos en la provincia de Mosul, a cuatro kilómetros de los dominios del Estado Islámico. El té va comiéndole horas al día y la parsimoniosa ceremonia de los kurdos también. No hemos comido aún y tememos no ver a las peshmergas. Al final del encuentro, y después de nuestra insistencia, aparecen dos chicas peshmergas. Tenemos que insistir para saber más de ellas. Finalmente nos conducen a las afueras de la aldea. Allí tienen su modestísimo cuartel general. Nos recibe la jefa, una mujer que no alcanzaba los cuarenta. Piden que entremos aprisa y que no nos detengamos en la entrada. Estamos a sólo 100 metros de las primeras zanjas que hacen las veces de trinchera, y desde el porche de la instalación se divisan las posiciones del ISIS tras una minúscula arboleda. El té vuelve a entrar en escena, pero este es el más modesto de los salones en los que hemos entrado. Nos sentamos en el suelo. Kobani, en Siria, es una obsesión para estas peshmergas. La decapitación de su compañera está muy presente y Kobani es un símbolo, cuya caída sería un golpe psicológico fortísimo.
Los contrastes en esta tierra son brutales. Desde la estancia se otean los dominios de las fuerzas del mal del ISIS, donde la mujer, esclavizada, vendida y violada, se ve brutalmente. Sin embargo, en la habitación estamos rodeados de un grupo de muchachas risueñas, de guerreras que encarnan el mayor gesto de liberación que puede realizar la mujer: pelear por su libertad y por su igualdad, con un cinturón de granadas de mano, sin que ningún hombre lo tenga que hacer por ellas.
Nos despedimos conmovidos y exclamando "¡Kobani!" mientras realizamos el signo de la victoria. En nuestra marcha meditamos algo taciturnos sobre la suerte que podrían correr estas heroínas –rebautizadas para la guerra como Nujiyan, Tellosín, Rullen, Zehra, Gollsu y otros curiosos nombres– si cayeran en manos de los barbudos desalmados.
"Una guerra que es de todo el mundo"
El conductor realiza el camino de regreso como una exhalación. Erbil nos devuelve a un ambiente menos inquietante. La ciudadela y los puestos de venta resultan de lo más bulliciosos y apacibles. Nos sentamos en la terraza de una tetería. Nuestro regreso es inminente. Pero nos vamos con las maletas llenas de enseñanzas y advertencias. Como la del ministro de Asuntos Religiosos para el que "los peshmergas actúan como el ejército español o el estadounidense porque son la primera línea de una guerra que es de todo el mundo". O Como la del ministro de Reconstrucción, que nos advierte de que "si no se actúa a tiempo esta guerra se convertirá en una guerra mundial", o la del presidente del Partido para el Cambio, Mohamed Haji, que está convencido de que "si no hay contundencia ahora, la situación empeorará hasta el punto de convertirse en un problema en las fronteras de Francia, España y Gran Bretaña". Todos nos ofrecen té. Aunque quizá haga falta tila para afrontar lo que nos espera a los occidentales.
Mohamed limpia zapatos a los pies de la ciudadela de Erbil, entre las mesas de la tetería. Tiene doce años. Nos deja fotografiarle pero nos advierte, con la dignidad incólume: "Pero no os creáis que soy pobre". Nuestro acompañante nos dice que el niño no aceptará limosna y que sólo cobra por su trabajo. Es del Barsa. Y bromea contra nuestro madridismo. Pero le dice a Amanch que no le cobrará la limpieza de zapatos, porque le hemos caído bien y ya somos amigos. "Mientras estéis aquí os dejo que me llaméis Mourinho". Mohamed dice que "no ir al colegio es muy malo", pero que él no puede volver "porque están los del ISIS". Ha tenido que dejar su pueblo y huir con sus padres.
Mohamed es un niño sonriente, pero está preocupado. En Europa nos preocupan las sucesivas ediciones de Gran Hermano, o el resultado del partido de Madrid-Barsa, o el perro Excalibur. Pero eso de los barbudos decapitadores y traficantes de esclavas nos parece un exotismo que no va con nosotros. Hasta que nos los encontremos en los felpudos de nuestras casas.
Mohamed se queda allí deseando que los del ISIS no les atrapen. Nosotros dejamos Erbil para ir de nuevo al aeropuerto de Suleimaniya. Regresamos por la carretera de Kirkuk. A esa hora el general Maestros interviene en un reportaje de Televisión Española sobre la amenaza yihadista. Muestra un mapa de la región que indica las posesiones territoriales del Estado Islámico. O el mapa es erróneo o nosotros estamos atravesando la zona de operaciones del ISIS en los alrededores de Kirkuk. La carretera está desierta. Tenemos suerte y sólo nos sale al paso un chacal.
Pero es otro mapa el que nos debe preocupar de verdad; el mapa de Eurasia y África distribuido por el Califato Islámico, en el que el territorio español aparece coloreado en negro con la siniestra bandera del ISIS. Muchas son las señales que deben inquietarnos; que haya soldados españoles haciendo la yihad junto al ISIS, que un elevado porcentaje de los jóvenes franceses simpaticen con el Estado Islámico, que las universidades turcas empiecen a ser controladas por los barbudos, que en Alemania se produjesen manifestaciones en favor del Califato, que en Canadá un yihadista ya haya obedecido los proclamas públicas del ISIS matando a un policía. Y debe aterrarnos sobre todo nuestra débil demografía y nuestro fortísimo relativismo. La vieja Europa, el decadente Occidente no pueden defenderse así de los orcos de Alá, ni podemos fiar nuestra incierta suerte únicamente al éxito de los valerosos peshmergas.
Las fuerzas oscuras están prestas a causar el mayor daño. Que no nos encuentren divididos en taifas, ni echando la siesta, ni leyendo el Marca. O Europa verá a sus mujeres con burka, y nuestros hijos a sus hijas en mercados de esclavas en Lavapiés.
Santiago Abascal, presidente de Vox.