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Ramón Villota Coullaut

Camps y el jurado

Si a la complejidad jurídica del asunto le añadimos su relevancia social (se juzga al expresidente de una Comunidad Autónoma), la imparcialidad que se requiere para ser juzgado se difumina. Y ello hace un flaco favor a la justicia.

Nuestra regulación del jurado es innecesaria, aun cuando ha sido nuestra Constitución la que recoge la posibilidad de que el jurado exista en nuestro ordenamiento jurídico, lo que se plasmó en 1995 con la Ley Orgánica del Jurado. Pero su utilización es sólo parcial, referente a diferentes delitos, como el cohecho, el tráfico de influencias –no la prevaricación, el homicidio consumado, se incluye el asesinato, el allanamiento de morada, los incendios forales –no el resto de los incendios o daños– la omisión del deber de socorro y otros supuestos. Es decir, se incluyen unos delitos pero no otros sin ningún fundamento técnico que sea más o menos explicable, ya que si se intenta acercar la justicia a los ciudadanos y evitarles cuestiones de difícil interpretación jurídica no se entiende que se incluyan delitos como el cohecho o el tráfico de influencias, pero no la prevaricación, teniendo rasgos en común, ni tampoco que se extienda el jurado a una parte del Código penal y no a su integridad.

De la misma forma nuestro sistema de jurado parte del denominado jurado puro, es decir, todos los integrantes del jurado han de ser desconocedores del derecho. Se evita que cualquier funcionario de prisiones, de la administración de justicia o abogados y procuradores, en ejercicio, entre otros, puedan ser parte del jurado, siendo únicos requisitos para ser jurado ser español y vecino de la provincia donde ocurrieron los hechos, mayor de edad, con conocimientos básicos de lectura y escritura y no estar impedido física o sensorialmente para el desempeño de esta función. En cambio, en otros países de nuestro entorno se ha utilizado el jurado escabinado, es decir, con jurados profesionales y legos en derecho, como mejor forma de acercar la justicia al ciudadano.

En mi opinión el jurado parte de una desconfianza en la administración de justicia, en los jueces, ya desde la Edad Media en Inglaterra, pero si bien por tradición puede mantenerse en otros países, en el nuestro, no existiendo este arraigo tan desarrollado, no tiene sentido la mención constitucional al jurado, que tampoco ha de entenderse como una obligación de legislar sobre esta figura ni de la forma en que se ha hecho.

Ya centrándonos en el juicio de Valencia por cohecho, es decir, por recibir obsequios para realizar un acto propio de su cargo, sin importar que este acto fuera correcto o incorrecto, tan sólo que se hubiera realizado por esos obsequios, la línea divisoria entre la responsabilidad política o la negligente actitud moral y la responsabilidad penal es difícil de distinguir, algo que se va a complicar por la propia existencia de nueve jueces no profesionales, a los que el presidente de la Sala deberá dar instrucciones para que posteriormente redacten el veredicto sobre los hechos y la culpabilidad de Camps y los otros acusados.

Es decir, si a la complejidad jurídica del asunto le añadimos su relevancia social (se juzga al expresidente de una Comunidad Autónoma), la imparcialidad que se requiere para ser juzgado se difumina. Y ello hace un flaco favor a la justicia, ya que sea cual sea el resultado –el veredicto y el fallo posterior–, siempre quedará la duda de si los jurados actuaron de acuerdo a criterios de justicia y a lo que vieron en Sala, y no fueron influenciados por hechos ajenos que nos acercan al juicio moral que podemos realizar sobre la acción de Camps y de los políticos en general en la gestión de los asuntos públicos.

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