Benedicto XVI ha anunciado por sorpresa su dimisión como Romano Pontífice de la Iglesia Católica. Se trata de una decisión poco habitual, que cuenta con escasos precedentes y que llama especialmente la atención, cuando se considera que a su papel de líder espiritual los católicos de todo el mundo añadimos el de Vicario de Cristo en la Tierra (Catecismo de la Iglesia Católica, 882). El contraste con su predecesor, Juan Pablo II, que a pesar del terrible sufrimiento, sin perder nunca su fuerza intelectual, decidió seguir en sus responsabilidades hasta la muerte, hace que su decisión sorprenda todavía más.
Quizás hoy no es el día para hacer balance de su Pontificado, aunque revisar todo lo que se escribió sobre Benedicto XVI cuando fue elegido Papa en 2005 y ver hasta qué punto se han cumplido las previsiones provoca una sonrisa. El intransigente soldado de hierro se ha revelado como un personaje entrañable, tremendamente humano, y muchos que no dudaron en poner el grito en el cielo cuando fue elegido tampoco han dudado ahora en acusarle de haber cambiado durante su Pontificado, negándose así a reconocer lo errado de su juicio inicial.
Benedicto XVI ha roto con muchos tópicos o ideas preestablecidas. Consciente del eco que produciría, su decisión de renunciar habría que leerla también dentro de esta característica de su Pontificado. Benedicto XVI nunca ocultó sus pocos deseos de ser elegido Papa, y sólo su voluntad de servicio a la Iglesia le han llevado a entregarse hasta la extenuación durante estos casi ocho años; pero difícilmente podríamos encontrar en estos deseos la motivación de su decisión, que va mucho más allá de la de alguien agotado. Crea un precedente que, sin duda, marcará las decisiones de los que le sucederán en la Silla de San Pedro. Poniendo el acento en las funciones que se esperan de la Cabeza de la Iglesia: enseñar, santificar y gobernar (Catecismo de la Iglesia Católica, 888-896).
A la enseñanza y a la santificación se ha dedicado Benedicto XVI con humildad y dedicación, dejándonos un magisterio denso que, centrada la vista en Dios, lo presenta como esperanza, garantía de la libertad y la felicidad del hombre. Benedicto XVI no ha sido un Papa de transición, su Pontificado pasará a la historia por decisiones de enorme calado. La fuerza que le otorgaba unir la dignidad moral de su cargo con su autoridad intelectual indiscutida le ha permitido plantear con firmeza asuntos que muchos consideraban intocables. Su acercamiento a los representantes de otras religiones y su diálogo abierto con personas no creyentes son algunos de los ejemplos que, sin duda, dejarán huella.
Pero el Romano Pontífice no es sólo la voz autorizada de Dios en la Tierra, voz que durante estos ochos años se ha escuchado con contundencia, sino que ejerce también como responsable, el CEO de una institución tremendamente compleja que, según el Anuario Pontificio de 2012, cuenta con 5.104 Obispos, 412.236 sacerdotes, más de 750.000 religiosos y 1.196 millones de fieles. En este campo, tan ajeno a su trayectoria profesional, Benedicto XVI se ha encontrado con problemas terribles, que le han hecho sufrir. Los ha afrontado con determinación, por el camino de la persuasión, pero muchos de ellos siguen abiertos y requieren para su resolución energía y fuerza, algo que, a pesar de la ayuda de Dios, no abunda cuando se rondan los 86 años. Así, aunque parezca paradójico, con su dimisión Benedicto XVI pone, una vez más, su misión por encima de su propia voluntad.