Alfonso Guerra es un gran hombre, eso se ve, y a él mismo no le queda más remedio que admitirlo: “A lo largo de mi vida he comprobado cuánto entusiasmo he logrado levantar en multitudes, cuánto afecto, confianza, en miles de personas, muchas de ellas desconocidas, que han creído encontrar en mí un defensor de sus vidas y haciendas”. Claro, no todo el mundo lo mira con tan buenos ojos –es el destino de la grandeza–, pues “un sector de la sociedad, el más conservador”, no le entiende, y “algunos revelan un odio injustificado contra mí, les excita a combatirme, no con argumentos, sino con improperios, insultos y mentiras; parece que se sienten frustrados ante cualquier atisbo de éxito de mis planteamientos”. Créame don Alfonso: no les haga ni caso. Ellos mismos se desacreditan.
Y como buen gran hombre, Guerra es humilde. Amigos, compañeros y editoriales le presionaban a escribir sus memorias, pero él nada. ¿Por qué? Por “la modesta visión que tengo de mi vida. ¿Puede resultar interesante su conocimiento? Tengo profundas dudas”. Hombre profundo, herido además por la incomprensión y la injusticia: “Representar el papel que pone en causa la forma en que muchos hechos han sido ya fijados no es una tarea agradable”. Menos mal que el historiador John Elliot en el evocador ambiente de Oxford, más un posterior momento de debilidad, vencieron su encantadora modestia, y ahora nos ofrece los recuerdos de su vida hasta 1982.
Sorprendentemente, estas memorias ofrecen una visión del propio Guerra algo decepcionante a primera vista, pues vienen a ser una colección de anécdotas un tanto triviales, narcisistas y de veracidad harto nebulosa. Un lector superficial podría sacar de ahí conclusiones apresuradas, pero, si atiende a la inicial declaración de modestia del autor, comprende enseguida la causa: Guerra no se propone en modo alguno deslumbrar o apabullar a sus admiradores. Esto habría sido lo fácil para él, lo facilón, pero él no imita a esos pretenciosos políticos e intelectuales de tres al cuarto. Él busca la sencillez, para mejor comunicarse con las multitudes que le aman, con el pueblo llano, en suma, se rebaja a su nivel.
Sobre la veracidad de Guerra algo puedo decir, pues tiene la amabilidad de mencionarme, en la página 186: “Fernando Abril Martorell, ministro del Gobierno Suárez, me pidió una mediación para resolver el secuestro de los dos notables representantes del régimen franquista (se refiere a los secuestros de Oriol y Villaescusa). El GRAPO había hecho llegar al Gobierno su disposición a liberarlos si éste accedía a poner en libertad a algunos miembros del grupo terrorista entonces en prisión. La liberación debía comprender el traslado en un avión a un país dispuesto a aceptarlos.
“Fernando Abril me pidió que solicitara a las autoridades argelinas la posibilidad de trasladarlos a aquel país. (…) Un ministro de un Gobierno no democrático pidiendo apoyo a un luchador por la democracia en un Partido clandestino, ilegal (…). La gestión se hizo y fue satisfactoria. Afortunadamente no fue necesaria, pues la policía encontró a los secuestrados y los liberó. Fue un extraño secuestro repleto de detalles aún sin explicar, aunque ya entonces se rumoreó que el raro desenlace se debió a un “grapo” llamado Pío Moa, que años después dedicaría su esfuerzo a ofrecer una versión dulcificada de Franco y su régimen con el apoyo político del entorno del Gobierno del Partido Popular”.
Aquí conviene hilar fino. Aunque nos recuerda que es un luchador, nuestro intelectual político nos ofrece en su memorias un retrato de sí mismo más parecido al de un intrigante habilidoso, si bien de vuelo corraleño. Lo hace, ya lo sabemos, por pura modestia. Pero ¿luchaba o intrigaba por la democracia? Eso, según se mire. He sostenido que el acierto del gobierno en aquellos días consistió en no ceder al chantaje que le hacíamos, en no convertir un problema policial en problema político, pues de otro modo la transición democrática habría empezado cojeando seriamente. Guerra, en cambio, se ofreció, según dice, para la claudicación y la solución política, en connivencia con el tan democrático gobierno argelino. En apariencia, por lo tanto, iba a colaborar en meter un gol (¡y qué gol!) a la democracia. Pero, claro está, hay muchos tipos de democracia: la popular, la proletaria, la orgánica y otras cuantas. Don Alfonso –que por entonces aparecía como un marxista radical, aunque un poco a su manera–, no nos aclara cuál de ellas gozaba de su preferencia, y por eso no debemos apresurarnos en la crítica.
Donde patina de lo lindo don Alfonso es en lo referente a mi persona. No recuerdo los rumores que él asegura, y no voy a proponerle que lea mi libro De un tiempo y de un país o el último capítulo de Los crímenes de la guerra civil, cuya áspera prosa displacerá, bien lo sé, al refinado paladar literario de nuestro prohombre. Además, a mi creencia de que el Grapo estaba entonces libre de infiltraciones le faltaba la comprobación de quien sí podía saberlo con certeza, es decir, de la policía. Pero él, en cambio, ha tenido a su disposición, durante muchos años, todos los archivos y los testimonios policiales para aclarar el “extraño secuestro” (y otras extrañezas como el GAL). Por eso no puede permitirse hablar ahora como un periodista ignaro y enredar.
Tenemos además el testimonio de otra persona bien informada, por haber dirigido la policía durante varios años de gobierno socialista, es decir, Barrionuevo. En su libro 2001 días en Interior, el ex ministro escribe: “La pereza mental de algunos resiste todas las evidencias. En algún momento algún listo dictaminó que el GRAPO no era un grupo terrorista conveniente, que sus actuaciones eran sospechosas y que de alguna manera estaba influido por la policía. Desde que se formularon por primera vez estas absurdas e infundadas teorías se había avanzado considerablemente, con información plenamente contrastada, sobre los orígenes, desarrollo, composición y fines de los GRAPO (…) Pero daba igual. Los listos habían emitido su dictamen y no lo modificaron” (p. 190) No era pereza mental, precisamente, pero aquí da lo mismo: ¿por qué se suma Guerra, a estas alturas, al pelotón de los “listos”? Quizá por un fallo de la memoria, algo común en los grandes hombres.
Y, hablando del rey de Roma, es bien sabido que el PSOE era probablemente el partido más infiltrado por la policía. En su muy interesante y documentado libro Clandestinos, Gómez Fouz ha mostrado cómo en Asturias varios dirigentes socialistas ejercían de confidentes policiales, entre ellos uno que ha seguido año tras año como verdadero amo del socialismo asturiano. Gómez Fouz me ha comentado su convicción de que el caso de Asturias distaba mucho de ser único. Por lo demás, la infiltración o manipulación iba más allá de la policía española. Oigamos, por ejemplo, a Carrillo sobre la inconclusa investigación del caso Flick: “En la Comisión del Congreso tuvo que comparecer el representante de Flick, que se llamaba Von Brauchitsch. En su interrogatorio intervine con la siguiente pregunta: Tengo entendido que el señor Flick fue condenado por el Tribunal de Nuremberg como criminal de guerra nazi. Y creo que usted es hijo del que fue jefe del Estado mayor de Hitler. Me supongo que ideológicamente no existe afinidad alguna entre ustedes y el PSOE. Entonces, ¿cómo se explica que ustedes financiasen al PSOE? El señor Von Brauchitsch no vaciló en su respuesta: Tratábamos de cerrar el paso al comunismo. Y el partido mejor situado para hacerlo era el PSOE” (p. 608).
A decir verdad, el PCE(r)-Grapo es uno de los partidos mejor estudiados y aclarados de la transición –excepto para quienes no quieren enterarse, pero ahí no hay nada que hacer. Del PSOE, en cambio, subsisten muchos puntos oscuros en cuanto a infiltraciones, manipulaciones y aportes de dudoso origen, que tanto ayudaron a convertirlo en el primer partido de la izquierda. Quizá un día el señor Guerra, cuando recupere plenamente la memoria, podrá ilustrarnos al respecto.
Por otra parte, con su evidente calumnia, don Alfonso ofrece a los terroristas un excelente pretexto para tomar “venganza” por una infiltración que nunca ocurrió. Esto tiene mucho de provocación típicamente polizontesca o, desde otro punto de vista, de colaboración con los asesinos. Una auténtica canallada, a primera vista. Sin embargo creo que ha sido perpetrada sin mala intención. Simplemente, los grandes hombres tienen estos despistes. ¿O estoy equivocado?