La falta de atención hizo que en un artículo anterior diera por buena una frase de Preston atribuyendo a Von Rundstedt la dirección de las operaciones alemanas en los Balcanes, en abril de 1941. Se trataba de Von List.
Los ejemplos vistos de Azaña y de Franco en relación con Hitler ilustran suficientemente, creo, la calidad de la crítica histórica del señor Reig y de la polémica que son capaces de producir los historiadores del gremio. Me extenderé brevemente más adelante.
Por lo que se refiere al caso de Franco, decía, los análisis lisenkianos vulneran constantemente el principio de que el máximo dirigente político o militar es el acreedor al éxito o fracaso de sus decisiones. Quien tenía en su mano la decisión de entrar o no en la guerra era Franco, el cual ejerció su poder con mucho celo, consciente de todo lo que estaba en juego entonces y apartando a quienes pudieran perturbar su capacidad de decisión, como Yagüe o, más tarde, Serrano Súñer y Varela. Tuvo que bandearse entre las presiones de Hitler y las de Churchill –que estaba reduciendo a España al hambre, o incrementándola notablemente–, atento a ambas pero gobernando él la nave. Nuestros distinguidos historiadores progres, en cambio, solo destacan a Franco cuando fracasa o creen que fracasa, y lo borran cuando tiene éxito, y así prefieren dar el crédito de la neutralidad española a Hitler. Algunos, más generosos, se lo hacen compartir a Churchill. La impaciencia del primero con las exigencias del Caudillo y la habilidad del segundo para apretar el cinturón de los españoles serían las verdaderas causas de la permanencia de España al margen del conflicto. Así lo indica Enrique Moradiellos.
Este historiador es un caso especial entre los lisenkianos, pues aceptó un debate conmigo en la revista digital de Gustavo Bueno El Catoblepas, no sé si por una básica honradez intelectual o por alarma ante el terreno que estaba perdiendo el gremio; para el caso da lo mismo. Después de la polémica ninguno más siguió su ejemplo, prefiriendo la táctica de combinar el ninguneo, la apelación a la censura y las pullas ocasionales. De cualquier modo, el debate con Moradiellos fue muy instructivo respecto a cómo estos intelectuales suelen perderse en cuestiones secundarias. Él planteó su crítica en torno a las cifras de las intervenciones soviética, alemana e italiana, negando mi aseveración de que fueron más o menos equivalentes, y pretendiendo que la mayor aportación germanoitaliana habría decidido la guerra. Como le indiqué, la cuestión de las cifras, aun si interesante, no es fundamental, y su fuente principal, el libro de Howson, resulta muy poco fiable. Como en el caso de las relaciones con Hitler, fue la conducción de la guerra por Franco –incluyendo en esa conducción la obtención y utilización de las aportaciones italogermanas– el factor clave, a menos que Moradiellos demuestre –ni siquiera lo intenta– que los italianos y alemanes operaron en España al margen de la dirección del Caudillo y en masa suficiente para decidir el resultado.
La cuestión principal, le insistí en varias réplicas, no era esa, sino el efecto político de las intervenciones extranjeras. Hay una diferencia radical entre unas y otras: Franco mantuvo en todo tiempo la independencia frente a sus amigos, y el Frente Popular no. Hitler nunca dictó la política ni la dirección militar del bando nacional, mientras que Stalin sí lo hizo con las de sus aliados, sus tutelados en realidad, en medida muy grande aun si no completa. Resumiré brevemente la argumentación y los datos: Stalin no solo indicó personalmente a Largo Caballero la política a seguir, sino que cuando éste empezó a mostrarse rebelde lo hizo defenestrar, como también haría con Prieto por la misma razón. Para dirigir su política se valió de Negrín, seguidor fiel, en lo esencial, de la línea soviética, y aquí importa poco si lo hacía por convicción o por otras razones.
A Moradiellos, la conducta de Negrín le parece excelente, por la única razón de que se opuso hasta el final a Franco, sin importarle que esa oposición supusiese muchas decenas de miles de muertos innecesarios, la pérdida de las reservas financieras de España, el saqueo en unos casos y la destrucción en otros de un invalorable patrimonio histórico-artístico, el expolio de incontables bienes de particulares, ilegalidades como la de formar un verdadero ejército particular, una corrupción masiva, la represión con multitud de torturas y asesinatos de sus propios aliados, el intento de prolongar la guerra hasta enlazarla con la mundial que habría multiplicado las víctimas y destrucciones, etc. El hecho de luchar contra Franco lo cubre y justifica todo, a su juicio.
Pero Negrín no era el único instrumento de Stalin para dominar el Frente Popular. Tenía otro más efectivo, un partido comunista orgulloso de ser su instrumento ciego y que llegó a convertirse en el partido más fuerte de las izquierdas, sobre todo en el ejército y la policía. Estaban, además, los asesores soviéticos que, siendo menos que los militares alemanes e italianos, influían muchísimo más, hasta el punto de impedir operaciones de gran alcance del mando "republicano" como el plan de ofensiva por Extremadura, negándoles la cooperación aérea o blindada. Por no hablar de la policía secreta soviética, que operaba en España independientemente y con sus propias cárceles y dirigía de hecho a la policía política izquierdista española. Nada ni remotamente parecido ocurrió en el bando nacional. A Moradiellos todo esto le parece algo sin mayor importancia, mientras que yo opino lo contrario. Cuestión de enfoque.
Volviendo a Negrín, al margen de sus convicciones personales había un lazo de oro que le supeditaba inevitablemente a Stalin, cosa que no acertó a comprender el rebelde Largo Caballero, pese a haber contribuido a forjarlo. Ese lazo era el tesoro del Banco de España, enviado a Moscú. Enviado, como señala Martín Aceña, a un régimen opaco, financieramente y en todos los aspectos, lo cual significaba la pérdida de control del mismo por parte del Frente Popular. De la buena o mala voluntad de Stalin iba a depender absolutamente la suerte de las izquierdas, pues el jefe soviético iba a dominar los suministros de armas.
Algunos autores, como Ángel Viñas, han justificado el envío del oro a la URSS pretendiendo no ver nada anormal en la operación, causada, afirman, por la "traición" o defección de las democracias con respecto a la "República". Como si el Frente Popular no se compusiera, precisamente, de los partidos que hundieron el inicial proyecto de democracia liberal con que nació la república. Mis críticas a Viñas indignan a Reig: "Moa acusa a ambos (¿?) de 'oficiosidad prosoviética', por lo que, en tanto que 'funcionarios españoles', parece dar a entender, serían una especie de traidores a su propia patria. A Viñas le acusa de 'servilismo pro soviético', así como de continuar 'la tradición de ciertos funcionarios del Frente Popular'". Así es, amigo Reig, así es. Los textos de Viñas rezuman desprecio no solo al franquismo, sino a España en general, quiero decir a la España histórica, y una admiración beata y snob hacia cualquier país ocasionalmente enfrentado al nuestro, sea la URSS o Gran Bretaña. Actitud muy extendida en la izquierda, por otra parte.
Para defender a Viñas, nuestro buen Reig, castizo a su pesar, exhibe los títulos de Viñas, "técnico comercial del estado, catedrático de Economía Aplicada, (…) ha desempeñado importantes responsabilidades en la Dirección General de Relaciones Exteriores de la Comisión Europea donde se ocupó de las relaciones con Asia y América Latina amén de relaciones multilaterales, política de seguridad, implementación democrática y derechos humanos", etc. Lo de la implementación democrática y los derechos humanos queda muy bien en quien encuentra normal la supeditación del Frente Popular a Stalin. Desgraciadamente Reig olvida, como acostumbra, algunos otros datos interesantes del currículo del señor Viñas: fue largos años funcionario de la administración franquista, y en puestos de confianza.