Que Rodríguez y sus gobiernos han acelerado en España un proceso de descomposición social y política, es algo claramente perceptible en el destrozo de la Constitución, la arbitrariedad judicial, la colaboración con la ETA, los nuevos estatutos de estado asociado –que no de autonomía–, las "realidades nacionales", la deslegitimación de la transición democrática, la corrupción rampante, una de cuyas manifestaciones es el derroche público mientras la crisis económica sigue avanzando. Añádase la chabacanización moral, la erosión de la familia y la pésima salud social, y tenemos el retrato de una situación de la que no saldremos fácilmente. De una crisis parecida, aunque bastante menos grave, nos sacó –a medias– Aznar, pero Rajoy no constituye una alternativa ni medianamente creíble. En realidad no se ha opuesto a estos procesos, sino que ha colaborado a acentuarlos, con un equipo político a su medida. Rajoy no es, en ese sentido, menos culpable que Rodríguez.
¿De dónde viene todo esto? Tiene sus raíces en la transición posfranquista, sobre la que espero publicar un libro en noviembre próximo. Mirando al pasado, al revés de lo que pretende Rajoy, se puede aprender algo o bastante; mirando al futuro, aparte de no aprender nada, se condena uno a repetir viejos errores. Pero ese futurismo necio marca el nivel de nuestros políticos.
La transición tuvo tres proyectos de reforma en rápida sucesión, el de Fraga, probablemente el mejor, el de Torcuato Fernández-Miranda, también bastante atinado, y el de Suárez, un político superficial, oportunista, inculto y frívolo que contribuyó a crear mil equívocos políticos. Uno de los más graves, si no el peor, fue la entrega de la legitimidad democrática a una izquierda y unos separatistas que nunca habían sido demócratas ni tenían arte ni parte en la evolución democratizante del régimen de Franco. Se identificó entonces antifranquismo y democratismo, una falsedad parecida a la equiparación del Frente Popular con la libertad. Los antifranquistas tenían además la loca idea de una "ruptura" que saltase por encima de cuarenta años de paz, desarrollo y reconciliación, para volver a las vesanias de aquel frente de izquierdas al que siguen llamando "república" cuando en realidad destruyó la legalidad republicana. Los rupturistas tuvieron que ceder entonces porque el pueblo estaba claramente por la reforma, pero ahora, tras varios decenios de erosión de los principios democráticos, se sienten con fuerzas para volver a la ruptura, pues no otra cosa significa su "ley de memoria histórica", base intelectual (por así llamarla) de todos sus restantes desmanes.
Creer que el pasado no cuenta es entrar en el mundo de la alucinación, pero tampoco debemos caer en el error de creer que los males de ahora estaban predeterminados por otros del pasado. Los fallos de la transición, bien visibles en una Constitución harto deforme, no tenían por qué haber abocado a la situación actual. Habría bastado con que algunos políticos de vuelo algo más que corraleño hubieran tomado a tiempo las riendas para enderezar la marcha política, sobre todo tras la experiencia felipista. Se habló entonces de regeneración democrática, Mayor Oreja lo vio claro y Aznar pudo haberlo hecho, pero se quedó visiblemente a medias. Con lo cual, los males de la transición, en lugar de corregirse, han empeorado y hoy manda el país un gobierno mafioso, enemigo de España y de la libertad, y sin oposición organizada.