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Pío Moa

Las predicciones de Moradiellos

El año pasado el profesor Moradiellos, historiador en la línea de Preston, comenzó la crítica de mis tesis en la Revista de libros y en el El Catoblepas, únicas publicaciones que hasta ahora han aceptado un principio de discusión libre (existe una auténtica censura o autocensura al respecto, impropia de una democracia). Planteó su crítica correctamente, y parecía prometer un debate de alguna altura, cosa difícil en España, por lo visto. El señor Moradiellos se centraba en su especialidad –la intervención internacional en la guerra de España–, apelando a otros especialistas a completar la demolición de mis tesis. Quien quiera leer la polémica sacará conclusiones bastante claras sobre el carácter de las intervenciones soviética e italogermana en la guerra española. Por desgracia, la honrada exhortación del profesor a otros colegas de izquierda para que siguieran su ejemplo, ha sido desoída. Esa sordera voluntaria tiene que ver, sospecho, con el dato de que Moradiellos ha quedado muy lejos de rebatir mis interpretaciones, mientras que las suyas han salido seriamente tocadas de la polémica.
 
No cabe duda, como ya señalé en otra ocasión, de que este profesor ha demostrado una honestidad intelectual muy por encima de la común en el gremio de historiadores de izquierda –muy bien retratado en un reciente trabajo de Stanley Payne–, incapaces de apartarse del panfleto y de la incansable repetición de los tópicos propagandísticos stalinianos, presentados como democráticos. Pero no aprecio tanta honestidad en una comunicación suya, citada en un reciente artículo del profesor Antonio Feros en el New York Times sobre la incidencia de la guerra civil en la actualidad política española. Dice Moradiellos al día siguiente de las pasadas elecciones: “Predigo que pronto los comentaristas conservadores dirán que los resultados de ayer son similares a los de febrero de 1936, que, de acuerdo con Moa y otros historiadores conservadores, fueron robadas por el Frente Popular y marcaron el comienzo de la senda hacia la revolución y la disolución de la integridad nacional”. Y eso, asegura él, es lo que ha sucedido.
 
No ha podido suceder porque, para empezar, yo nunca he afirmado que las elecciones del 36 comenzaran el proceso revolucionario y de desintegración nacional. Éste ya se había manifestado con plena fuerza en octubre de 1934, y con la voluntad explícita de promover la guerra civil. Las elecciones del 36 fueron un nuevo y decisivo paso en ese camino, al dar el triunfo a quienes en 1934 se habían levantado contra un gobierno legítimo y democrático. Sin el 34 no se entiende el 36.
Y ni la derecha en general, ni yo, personalmente, hemos dicho que las elecciones del 36 fueran un robo, sino que sus numerosas anomalías y violencias volvieron su legitimidad muy dudosa. Aun así, la derecha se situó entonces detrás de Azaña, esperando que éste cumpliera sus promesas iniciales y frenase el proceso revolucionario. Pero Azaña obró exactamente al revés. La revolución avanzó, se impuso la ley desde la calle, se implantó un doble poder de hecho, los asesinatos e incendios se volvieron “normales”, y la dudosa legitimidad del gobierno acabó de hundirse al negarse a aplicar la ley y detener la marejada de violencias. Vale la pena comparar el golpe izquierdista del 34 con el derechista de julio del 36. En el primero, la derecha en el poder no cedió a la tentación de replicar con un contragolpe, sino que defendió la Constitución y las libertades. En el segundo, la izquierda en el poder replicó armando a las masas, y abriendo paso definitivamente a una revolución que no había sabido ni querido refrenar previamente.
 
Seguramente todos los comentaristas “conservadores” (Moradiellos debe presumir de radical) observan las semejanzas, pero también las diferencias entre 2004 y 1936, porque muchas de ellas son obvias. Por señalar algunas, en 1936 la derecha era moderada en su mayoría, y ahora también. La izquierda era muy extremista, y ahora sólo bastante extremista; era en gran parte revolucionaria, y ahora apenas lo es. Entonces el peligro fundamental era el revolucionario, ahora es el separatista. Entonces la violencia interna era mucho más intensa que ahora, y no había ataques del exterior; ahora, el atentado último, al parecer islamista, ha introducido una nueva dimensión externa, que explota e incide muy peligrosamente sobre las tensiones internas. La falta de respeto a la ley y a las normas democráticas por parte de la izquierda se ha repetido en las dos elecciones, pero ahora con rasgos menos brutales. Rasgos denunciables, desde luego, pero sin duda más soportables, por el momento.
 
Ningún comentarista “conservador”, creo, piensa en un peligro de guerra interna ni de golpe de estado, al menos a corto plazo. Hay, en cambio, la sensación de que toca a su fin la pasable tranquilidad con que, salvo en Vascongadas, hemos vivido en el último cuarto de siglo. La sociedad española no desea percatarse de que se halla ante muy serios desafíos, y ha dado el poder a unos políticos vanos y necios, cuyas capacidades para afrontar los retos nos parecen irrisorias a muchos comentaristas. Ojalá nos equivoquemos.
Concluye Moradiellos: “El uso de la guerra civil para interpretar el presente es muy peligroso, y temo que si continuamos haciéndolo podríamos provocar una radicalización política, con frutos indeseados”. Estas frases revelan algo de hipocresía. Quienes año tras año han utilizado la guerra civil para sembrar crispación y odio han sido las izquierdas, y lo siguen siendo. ¿Quiénes, previamente a estas elecciones, han resucitado sin tregua los viejos fantasmas, hablando de la represión franquista y olvidando la contraria? ¿Quiénes han vuelto a emplear la consigna del “no pasarán”, han amenazado con montar “un drama”, o volver al 36? ¿Quiénes han empleado el lenguaje guerracivilista de “asesinos” contra los que han defendido a la sociedad de los verdaderos asesinos –casualmente de izquierdas también–, o han pactado, unos directamente, otro indirectamente, con los terroristas? ¿Cómo puede ponerse en el mismo plano a una derecha que planteó las elecciones con el “perfil” más bajo posible, con la máxima moderación, creyendo, erróneamente, que el radicalismo y la demagogia hundirían a sus contrarios?
 
Y, volviendo al terreno académico, Moradiellos encubre con su argumento su renuncia a sostener un debate racional sobre la guerra civil; llama a silenciarlo, no vaya a tener “resultados indeseables”. Pero la única forma de evitar que “los muertos maten a los vivos”, de evitar el empleo de argumentos guerracivilistas en la política actual, consiste en esclarecer la verdad de aquella contienda, situándola en el plano intelectual que le corresponde 70 años después. Renunciar a ello significa, precisamente, lo que Moradiellos dice temer.
 

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