Como observa Christopher Dawson en La religión y el origen de la cultura occidental, "los reyes merovingios no habían dejado de ser bárbaros al convertirse al cristianismo. En realidad, a medida que se alejaron del trasfondo tribal de la antigua realeza germánica parecieron volverse más feroces, traidores y corrompidos (...) El mundo que Gregorio de Tours describe es un mundo de violencia y corrupción, donde los jefes dan ejemplo de injusticia y desprecio de la ley, y donde se perdieron las virtudes bárbaras del lealtad y honor militar".
Esto parece bastante más próximo a la realidad que las arbitrarias ocurrencias de Ortega (cuando Ortega habla de política o de historia –en esto tenía razón Azaña– no solía expresar pensamientos, sino ocurrencias) sobre los visigodos y los francos, y la presunta decadencia de los primeros frente a la vitalidad de los segundos. Ambos pueblos (sus capas dirigentes) se encontraron con el mismo problema: con unas instituciones y tradiciones tribales, muy primarias, no estaban en condiciones de administrar o gobernar los extensos países, de cultura superior, creados sobre las ruinas del imperio romano, lo que produjo tres efectos: la profunda degeneración señalada por Dawson; la considerable barbarización de Europa occidental; y la pervivencia tolerada de una especie de poder paralelo de tipo no solo espiritual sino también cívico, constituido por la estructura eclesiástica, que en aquel trance salvó la civilización.
La dominación franca –y los francos tenían detrás un contacto con Roma, "corruptor" a juicio de Ortega, no menos intenso y prolongado que los visigodos– fue con los merovingios una auténtica y caótica pesadilla, dividió las Galias en diversos reinos enfrentados entre sí, y apenas llegó a crear una estructura parecida a un Estado. Por contraste, los visigodos no solo mantuvieron su reino en una política de tenaz unificación de Hispania, sino que construyeron un Estado de cierta entidad. Considerar estos logros –entre otros– manifestaciones de "decadencia y corrupción" entra ya en el campo de las tonterías.
Pero Dawson no parece tan acertado, por decirlo suavemente, cuando afirma: "Los reinos bárbaros del sur (España y el Magreb) tuvieron corta existencia y poco influjo en el futuro de la cultura occidental, salvo negativamente, en la medida en que prepararon el camino para la conquista musulmana de África y España en el siglo VIII". Sorprende una comparación tan inverosímil entre el reino vándalo y el visigodo, incomparablemente más sólido el segundo, política y culturalmente, y mucho más duradero: casi tres siglos contra muy poco más de uno: el islam no derrotó allí a los vándalos, sino a los bizantinos y los beréberes. Además, el reino godo ejerció gran influencia en la cultura occidental, a través de Isidoro, Tajón y otros, incluso en la época carolingia. De hecho España fue (a partir de Leovigildo) el reino germánico más civilizado, con diferencia, de Europa occidental, en una época en que los demás apenas eran capaces de levantar arquitectura de piedra, no digamos fundar ciudades. Y decir que los visigodos prepararon el camino a la conquista musulmana no pasa de frivolidad... excepto en un sentido.
Cuando hablamos de los godos solemos referirnos a su oligarquía nobiliaria y a sus monarcas, y, desde luego, sería muy exagerado atribuir a la primera la formación política de España. Si observamos el proceso de nacionalización iniciado con Leovigildo y Recaredo notamos que sus impulsores son, en general, los monarcas, en contra de las tradiciones germánicas y del poder nobiliario; y que de este último provienen en cambio todas las dificultades, trifulcas y contiendas civiles que terminarían en la "pérdida de España". Pero aún mayor peso que el interés unitario y nacionalizador de los monarcas o la mayoría de ellos, y de algunas facciones nobiliarias, tuvo el episcopado, propiamente la organización civil hispanorromana.
La historia del reino hispanogodo desde Leovigildo es la de una tensión permanente entre las tendencias de la realeza y el episcopado (representante, en aquellas condiciones, de la mayoría de la población) y una aristocracia que nunca se debilitó lo suficiente ni perdió del todo sus tradiciones germánicas, si bien cada vez más degradadas. El carácter electivo de la monarquía y la "costumbre" del regicidio parecieron cambiar cuando Leovigildo fue sucedido por su hijo Recaredo y este por el suyo Liuva II, un sistema hereditario mucho más estable y racional, dadas las circunstancias. Pero con el temprano asesinato de Liuva volvieron, en parte, las tradiciones bárbaras, y el episcopado hubo de aceptar también el sistema electivo y participar en él. Si el sistema hubiera dependido exclusivamente del carácter levantisco, banderizo e intrigante de aquella aristocracia, el país pronto se habría disgregado inapelablemente, como ocurrió con los francos en las Galias, y nunca habría alcanzado el notable grado de unidad nacional que efectivamente logró, ni se hubiera mantenido esta unidad cerca de un siglo y medio.
Ninguna de estas tendencias –la de la oligarquía, la del episcopado y la de los monarcas, al menos los más ilustrados– predominó del todo, por ello hablamos de tensión entre ellas. El desgraciado fin de la España goda puede hacer creer que finalmente la oligarquía fue haciéndose el poder decisivo, empujando el reino a la decadencia y preparando el camino a la conquista musulmana, como dice Dawson; pero sospecho que esa impresión es también un espejismo a lo Perogrullo, causado precisamente por la derrota ante los musulmanes. A pesar de los datos contradictorios, me parece muy sostenible la tesis de que el reino godo no fue abatido en un momento de decadencia, sino de progresivo fortalecimiento, pues estas cosas ocurren a veces en la historia.