Las autonomías son perfectamente llevaderas, incluso productivas, con tres condiciones: a) que no socaven la unidad nacional; b) que no atenten contra las normas democráticas y la igualdad ciudadana ante la ley, y c) que no se vuelvan demasiado gravosas económicamente. ¿Han cumplido estas condiciones? Las han cumplido bastante mal y con tendencia a empeorar, con una deriva balcanizante, corruptora y antidemocrática. En los mismos partidos otrora nacionales, PSOE y PP, las secciones regionales, que adoptan el nombre de la respectiva autonomía, tienden a fragmentar el partido, dotándose de una capacidad de presión que rebaja la labor de dirección central a la de simple coordinación de oligarquías locales. En una democracia menos deforme que la española actual, se habrían realizado hace tiempo balances de la experiencia autonómica, sacado las consecuencias y propuesto las correcciones pertinentes. En cambio, a falta de tales estudios, asistimos al chantaje de políticos autonómicos, que, como Montilla, amenazan con medidas cada vez más separatistas si se somete su estatuto a las condiciones mínimas de legalidad constitucional.
El problema autonómico nació de una sobrevaloración de las presiones nacionalistas-separatistas en Cataluña y Vascongadas. Durante la guerra civil y el franquismo, estos nacionalismos quedaron en testimoniales, debido a que la vívida experiencia alejó de ellos a la población: de otro modo habrían hecho oposición al franquismo, como hizo el PCE, lo que no ocurrió. La excepción fue la ya tardía de la ETA, ligada, y no por casualidad, al terrorismo; como, en menor medida, ocurrió en Cataluña, Galicia y Canarias. El rebrote de los nacionalismos hacia el final del régimen de Franco se debió ante todo al sector "progre" de la Iglesia, que los amparó y promovió, como hizo con el terrorismo o el comunismo. A su vez, el PCE los apoyó como instrumento para atacar a Franco, y los habría apoyado el PSOE de Felipe González de no haber sido por su casi nula influencia. Significativamente, todos estos partidos declararon tabú la palabra "España", y la sustituyeron por la torpe expresión "Estado español".
Al llegar la transición, todas estas fuerzas rupturistas –y antiespañolas– fueron afortunadamente vencidas en una primera fase. Pero los vencedores abandonaron enseguida la iniciativa en la lucha de las ideas, volviéndose psicológicamente dependientes de las izquierdas y los nacionalistas, quienes, sin el menor respeto a la verdad, se proclamaban los auténticos abanderados de la democracia. Suárez inició la línea de las claudicaciones, uno de cuyos resultados fue una Constitución mediocre y contradictoria, con un estado de las autonomías a las que se abría la posibilidad de usurpar las competencias nacionales hasta la práctica liquidación de estas.
La actual crisis económica, unida a la política y moral, puede ser la ocasión de hacer, por fin, un balance claro que permita corregir algunas de las enormes jorobas que le han salido al sistema democrático. De otro modo, solo cabe esperar una mayor descomposición nacional, de la que se nutran los famosos "demonios familiares".