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Pío Moa

Conversos y arrepentidos

Aunque la política tiene sin duda una proyección religiosa, no conviene mezclar de cualquier manera las dos cosas ni los dos lenguajes. Pero se hace, y lo hacen muy especialmente quienes más presumen de laicos. ¡Con qué fruición suelen éstos motejar de conversos a unos u otros discrepantes políticos, suponiendo que así los descalifican inapelablemente! A todos los inquisidores les han molestado siempre mucho los conversos, y el uso de la palabra, siempre en plan persecutorio, no deja de ser un indicio de espíritu inquisitorial, éste sí mucho más político que religioso.

En política sólo cabe llamar conversos, por analogía, a quienes abrazan ideologías pararreligiosas, de las que esperan la solución de los problemas de la humanidad. Por ejemplo, yo fui en otro tiempo converso al marxismo, como muchos de mi generación, unos consecuentes y otros acomodaticios, pero en fin, conversos más o menos. Algunos se han convertido luego a otra ideología también seudorreligiosa. La palabra no debe aplicarse, en cambio, a quienes hemos dejado tales ideologías y procuramos dar al césar lo que es del césar —es decir, no mucho—, y no esperamos que el césar nos redima de nuestra condición. Aunque hoy el marxismo, el fascismo y el anarquismo parecen residuales, la concepción pararreligiosa de la política continúa muy extendida, sobre todo en el laicismo de raíz jacobina, cultivado por El País, el PSOE y otros, incapaces por ello de imaginar un cambio distinto de una conversión.

Lo mismo puede decirse del arrepentimiento. Una reseña de De un tiempo y de un país decía que yo estaba arrepentido de mis viejos avatares. ¿Cómo lo sabe el que así escribe? Y además, ¿qué le importa? El arrepentimiento sólo lo conoce quien lo experimenta, es un sentimiento íntimo, también de fondo religioso, sobre el que resulta gratuito especular exteriormente. El autor de esa reseña lo decía en plan elogioso, aunque perfectamente equivocado; otros emplean el supuesto arrepentimiento con intención ofensiva y desdeñosa, como si el así definido se estuviera arrastrando y cubriendo de ceniza ante la egregia persona del definidor. Vanidad mucho más equivocada todavía, y harto infantil.

Uno de estos últimos me flagelaba con el célebre dicho de Spinoza: “El arrepentimiento no es una virtud, o sea, no nace de la razón; el que se arrepiente de lo que ha hecho es dos veces miserable e impotente”. El único significado de la frasecilla es que el buen Spinoza no creía haber hecho nada malo en su vida, o, al menos, nada malo que tuviera importancia. ¿Por qué esa bobada gustará tanto a tantos que no son, desde luego, spinozas?

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