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Pío Moa

Caída de la natalidad

El descenso de la natalidad en España y muchos otros países ¿tiene relación con fenómenos de mala salud social como los que vamos examinando?

El descenso de la natalidad en España y muchos otros países ¿tiene relación con fenómenos de mala salud social como los que vamos examinando? La población mundial parece haber alcanzado los 7.000 millones, es decir, casi se ha casi triplicado en solo medio siglo, un ritmo jamás visto en la historia. Además, cada persona ocupa mucho más espacio, se mueve más y gasta mucha más energía que antes, lo que revela que, al menos hasta ahora y en contra de Malthus, los humanos no han aumentado más, sino menos que los alimentos y recursos disponibles. Y, paradójicamente, esa mayor riqueza se acompaña de un descenso de la natalidad. Podría deberse, y creo que en parte es así, a haberse alcanzado niveles de saturación en que, por alguna tendencia natural poco conocida, la población tiende a estancarse o incluso a descender. Me resulta difícil creer que una expansión humana a tales ritmos sea buena, y que macrourbes como Tokio, Méjico, Hong Kong y tantas otras, indiquen un futuro deseable.

Pero, por otra parte, el descenso de la natalidad trae consigo consecuencias peligrosas que pueden hacerse demoledoras, como muestra Alejandro Macarrón Larumbe en su documentado estudio El suicidio demográfico de España, recién publicado: un envejecimiento de la población que supone pérdida de dinamismo y de capacidad de respuesta a los desafíos históricos, una tendencia a la muerte, podríamos decir, aparte de un incremento de gastos que puede volverse –se está volviendo– inasumible para la sociedad y que por sí solo socava el llamado estado de bienestar. El descenso de la población parece un desastre desde muchos puntos de vista, pero ¿existe alguna tasa de crecimiento que evite esos males sin causar problemas de hacinamiento, o es posible asegurar una tasa que, al menos, mantenga estable la población? Baste aquí apuntar estas cuestiones.

Como observa el propio Macarrón, en el fondo no hay un problema económico, sino de valores: una sociedad que, a pesar de la abundancia material, parece tener muy poca fe en sí misma y en su futuro. No es de extrañar que surjan ideas y llamamientos a acabar con la natalidad, y a la consiguiente extinción del hombre: son hechos muy marginales, cierto, pero tienen algo de sintomático al venir de la mano con hábitos y conductas prácticos, no teorizados, cada vez más extendidos en el mismo sentido. La expansión del fracaso matrimonial y familiar, del aborto y de otros fenómenos de disgregación social, constituyen por lo menos una parte importante de la tendencia al decaimiento de población, por más que obran también, probablemente, otros factores poco conocidos.

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