De los diez monarcas de la Casa de Borbón que han reinado en España desde su instauración, en 1700, han abdicado cinco; también han renunciado al trono, de grado o por la fuerza, varios príncipes de Asturias e infantes. El punto común entre estas abdicaciones y renuncias es que se hicieron de manera ilegal y hasta chapucera, lo que causó luego problemas dinásticos.
El primer rey de la Casa de Borbón, Felipe V, llegó al trono después de una guerra que duró casi trece años, que se combatió en toda España y que costó al Imperio los territorios italianos y flamencos, junto con la isla de Menorca y la plaza de Gibraltar. Su implicación con la Corona española fue tal que cambió las leyes sucesorias tradicionales, las Partidas, e introdujo la ley sálica. Sin embargo, el 10 de enero de 1724 firmó en el palacio de La Granja de San Ildefonso una nota en la que anunciaba su abdicación en su heredero, el príncipe Luis, de 17 años de edad. El rey tenía 41 años y era propenso a las enfermedades mentales. Las justificaciones de su acto eran sus deseos de servir a Dios, pensar en la muerte y reparar su salud, para lo cual se quedaba en La Granja. El monarca francés establecía que, en caso de que muriese el príncipe Luis sin descendencia, le sucedería su hermano, el infante Fernando.
Luis I tuvo uno de los reinados más cortos de la historia: menos de ocho meses. Falleció de viruelas; pero, según varios historiadores, envenado. Felipe V, instigado por su segunda esposa, Isabel de Farnesio, incumplió las cláusulas de su abdicación y recuperó el trono.
El hijo derroca al padre
La siguiente abdicación la realizó Carlos IV, forzado por el golpe de estado que dio su hijo, el príncipe Fernando, en Aranjuez en marzo de 1808. El 19 del mismo mes el rey redactó un decreto en el que abdicaba en su heredero y "muy caro hijo", para recuperar la salud y retirarse a la "tranquilidad de la vida privada". No se reunieron Cortes para aceptar la abdicación ni proclamar al nuevo rey. Al mes siguiente, el hijo y sus padres fueron a Bayona a reunirse con Napoleón Bonaparte. Después de unos días de discusiones, Fernando devolvió la corona de España a su padre y éste se la cedió a Napoleón, con las condiciones de que mantuviera la integridad del reino y la religión católica. A continuación, Napoleón entregó el cetro a su hermano José. Por supuesto, tampoco hubo Cortes para aprobar estas abdicaciones y cesiones.
Isabel II, hija de Fernando VII, fue derrocada en 1868, pero no abdicó hasta junio de 1870, en su hijo el príncipe Alfonso, y por presiones del político Antonio Cánovas del Castillo y de José Osorio, duque de Sesto. La Constitución de 1845, vigente cuando era reina, exigía una ley especial para autorizar la abdicación, pero había sido derogada por la Constitución de 1869, que no reconocía a Isabel II, aunque también requería una ley especial aprobada por las Cortes.
Durante el reinado de Alfonso XII (1874-1885), su madre amenazó varias veces con retirar su abdicación ilegal si no se cedía a sus caprichos; incluso se rumoreó que había destruido el acta que la contenía. La realidad es que se desconoce esa acta.
Alfonso XIII huyó de España el 14 de abril de 1931. En el exilio mantuvo sus derechos, y a fin de contar con un heredero digno eliminó de la línea de sucesión a su primogénito, el príncipe Alfonso, que era hemofílico, y a su segundogénito, el infante Jaime, sordomudo. En 1933 el padre y varios políticos monárquicos presionaron a los dos muchachos con sus defectos físicos y promesas de dinero para que renunciasen, lo que hicieron ambos en documentos privados que no se autentificaron ante notario. Además, los dos contrajeron matrimonios desiguales, lo que les excluía de la línea de sucesión de acuerdo con la Pragmática sobre Matrimonios Desiguales, promulgada por Carlos III en 1776. En el caso de Jaime, su matrimonio con Emanuela de Dampierre lo acordaron Alfonso XIII y la madre de la muchacha.
En los años siguientes, el ex rey se negó a abdicar, incluso esperó que el general Franco le llamase a España. Por fin, el 15 de enero de 1941, enfermo, firmó su abdicación en el infante Juan de Borbón y Battenberg; abdicación dirigida a todos los españoles, a diferencia de las renuncias de sus otros hijos. Murió en Roma seis semanas más tarde.
En 1949 el infante Jaime se retractó de su renuncia y durante el resto de su vida, hasta su muerte (1975), discutió con su hermano Juan tanto por la sucesión de su padre como por la jefatura de la Casa de Borbón.
Dos reyes en liza
Desde la abdicación de Alfonso XIII, que sólo tenía fuerza para los monárquicos adictos y para la dinastía (los carlistas se habían extinguido en septiembre de 1936 al morir el infante Alfonso Carlos), el pretendiente al trono de España fue Juan de Borbón y Battenberg. Franco, al que la Ley Fundamental de 1947 concedía la facultad de proponer al pueblo español un sucesor a título de rey, escogió en 1969 al primogénito de Juan, Juan Carlos, que recibió el título de Príncipe de España. Éste juró lealtad a Franco y a los Principios Fundamentales del Movimiento. El 22 de noviembre de 1975 fue proclamado rey por las Cortes, las mismas que dieron paso a la reforma política y la democracia.
Durante el año y medio siguiente, para los monárquicos existieron dos reyes: el nacido de la legalidad del Estado del 18 de Julio y el designado –no sin discusión– por la legitimidad dinástica; el primero reinaba de hecho y de derecho, mientras que el segundo no tenía más que una pequeña corte de fieles en torno a él.
En ese tiempo Juan Carlos I hizo desaires a su padre. Por ejemplo, en enero de 1977, amparándose en las Leyes Fundamentales del franquismo, nombró a Felipe, el varón menor de la familia, príncipe de Asturias. De esta manera Juan Carlos se ratificaba en su condición de rey, ya que para los dinásticos irreductibles el rey era Juan de Borbón y él, el príncipe de Asturias.
La Constitución de 1978 zanjó este asunto, como hicieron previamente las Constituciones de 1812, 1845 y 1876, al declarar al rey en ejercicio "el legítimo heredero de la dinastía histórica" (art. 57.1).