París comenzó este año con los atentados en el semanario Charlie Hebdo y un supermercado judío: 12 muertos. Y antes de acabar el año se ha cometido un atentado múltiple aún más horroroso en la misma capital en el que el número de víctimas es desconocido cuando escribo estas líneas.
Los tópicos de los tertulianos y las consignas de los habituales expertos académicos con que el establishment trata de calmar al público se difuminan con cada nueva matanza islamista. ¿Alguien se atreverá todavía a hablar de la figura del lobo solitario cuando los asesinos constituyen grupos disciplinados, entrenados y armados que actúan como comandos en una operación militar contra el enemigo?
Lo cierto es que lo que los franceses han sufrido en 2015 lo sufren los sirios o los iraquíes o los pakistaníes a diario desde hace años. Las elites de Europa y EEUU, primero, han asistido impertérritas al nacimiento de estos terroristas alimentada por aliados como Arabia Saudí y, luego, han contribuido a difundir a esos asesinos mediante el aplauso a las primaveras árabes y la acción militar en Libia y Siria a favor de la oposición democrática. Los pocos europeos con acceso a los medios de comunicación que entonces ponían en duda la sensatez de esos inteligentes movimientos eran condenados como fascistas o racistas. Al igual que ha ocurrido hasta hace unos días con quienes, gobernantes o ciudadanos, se oponían al derrumbe de las políticas europeas sobre asilo e inmigración ante los miles de árabes y africanos (España ha recibido ¡a eritreos! a los que el Gobierno buscará empleo) que, desde ese otro aliado de Occidente que es Turquía, irrumpen sin obstáculos en los Balcanes.
A Europa millones de musulmanes fanatizados le han declarado la guerra a muerte. Una parte de esos islamistas vive en el continente, con nacionalidades de los Estados de la UE y aparentemente integrados, situaciones que les hace muy difíciles de detectar y vigilar, pero peor es, en mi opinión, el empeño de los sectores de las elites que controlan la política, la universidad y los medios de comunicación de mantener el discurso buenista y las bondades de la sociedad multicultural y poscristiana. Iglesias hay en Centroeuropa y Escandinavia que han descolgado las cruces para no herir los sentimientos de los musulmanes árabes que acogen. Quien levanta la voz en esta competición de buenos sentimientos y abrazos recibe los sambenitos de "racista" y de "islamófobo" (el periodista de La Vanguardia Rafael Poch, al informar sobre los atentados de enero, calificó a los yihadistas de ultraderechistas y los asoció con la OAS, que ya nadie conoce) y hasta de nazi (el canciller de Austria, el socialdemócrata Werner Faymann comparó en septiembre el trato de las autoridades húngaras a los refugiados con los traslados por los nazis de prisioneros a los campos de exterminio, pero su Gobierno acaba de anunciar la construcción de una valla en la frontera con Eslovenia).
Esta nueva matanza, que cabe esperar que será superada por otra dentro de unos meses, tendría una consecuencia beneficiosa si hiciese las veces de las campanas con que en las costas los europeos se avisaban de las razias de los piratas turcos y berberiscos. Pero Europa hace muchos años que vegeta, con un sueño tan profundo que parece el de la muerte. El mundo está cambiando, y los actores no son sólo potencias como EEUU, Rusia y China, sino también países hasta hace poco que no aparecían en ningún informe sobre el futuro, como Irán y Turquía. Mientras tanto, ¡cuántos europeos pretenden vivir en un mundo de unicornios con la creación de nacioncitas de la señorita Pepys, sea Cataluña, sea Escocia, sea Valonia, o sea Padania! Unos Estaditos que nacerían condenados a muerte, porque sus pueblos elegidos no valen ni para tener hijos. En esa Barcelona de la que zarpó don Juan de Austria para la batalla de Lepanto (una reproducción de su galera, la Real, se guarda en el Museo de las Atarazanas), se halla una de nuestras líneas de defensa ante los yihadistas: la forman la monja Caram, Pilar Rahola, Carme Forcadell y Karmele Marchante, bajo el mando del bizarro Artur Mas.
Estamos perdiendo la guerra y seguimos diciendo que no pasa nada. En cuanto se limpie la sangre, se entierre a los muertos y la televisión ponga otros programas (¡vaya ridículo el de Antena 3, Telecinco, Cuatro y La Sexta, que no cortaron sus emisiones la noche del viernes!), el estadio de Saint Denis y los restaurantes volverán a llenarse de europeos para quienes sus mayores problemas son el colesterol y sus pensiones.