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Pedro Fernández Barbadillo

Cuando los catalanes reclamaron la Inquisición

En los años 20 del s. XIX, Cataluña fue la región más reaccionaria de España.

En los años 20 del s. XIX, Cataluña fue la región más reaccionaria de España.

El tópico dominante sostiene que los catalanes, tan benefactores como incomprendidos, han tratado de civilizar a los demás españoles dándoles la democracia, la tolerancia y la industria textil, pero que éstos, bárbaros y mesetarios, los han venido rechazando casi a pedradas, como los campesinos a los funcionarios que les llevaban las vacunas. El propio Jordi Pujol lo ha dicho varias veces:

Desde el primer momento de la Transición, Cataluña intervino en la política española con voluntad de contribuir a la instauración y consolidación de la democracia, al progreso económico y social del conjunto de España, a su modernización, a su integración en Europa.

En realidad, la historia nos muestra los bandazos que dan los pueblos. En la primera mitad del siglo XIX, durante el choque entre el Antiguo Régimen y el liberalismo, la mayoría de los catalanes era reaccionaria, tanto que en 1827 se produjo una sublevación porque Fernando VII era demasiado blando y no había restaurado la Inquisición. Se trató de la Guerra de los Malcontents.

Entre 1820 y 1823 se desarrolló el Trienio Liberal, que se derrumbó debido a las escisiones dentro de los liberales entre moderados y exaltados y la labor de zapa de Fernando VII, que no aceptaba el recorte de sus facultades regias. En varias comarcas de España surgieron guerrillas realistas, la Hacienda quebró y, al final, la Santa Alianza, la coalición de los reyes europeos, envió en 1823 una expedición militar, los Cien Mil Hijos de San Luis, para derrocar a los liberales. El ejército invasor cruzó los Pirineos y llegó hasta Cádiz sin oposición de los mismos españoles que en 1808 se habían rebelado contra Napoleón.

El rey decepciona a sus fieles

Fernando VII fue restaurado en su condición de monarca absoluto y pasó a perseguir a los liberales. Pero la situación nacional e internacional ya no era la que el Borbón había encontrado al regresar a España de su cómoda prisión francesa. El Antiguo Régimen había colapsado; la economía no funcionaba; la banca inglesa no aceptaba suscribir nuevos empréstitos porque Fernando no reconocía la deuda del Trienio; en Portugal había estallado la guerra civil entre liberales y realistas, y Londres presionaba a Madrid para que apoyase a su candidata, María de la Gloria.

Además, para pacificar el país y administrarlo, así como para formar una alianza que apoyase a sus futuros hijos (el rey estaba casado desde 1819 con María Josefa Amalia de Sajonia, pero carecía de descendencia), empezó a llamar al Gobierno a personalidades liberales. Para captar a éstas el soberano tuvo que dictar amnistías y perdones. Uno de los principales técnicos liberales que colaboró con Fernando VII fue Luis López Ballesteros, alto funcionario del tesoro que en 1824 recibió el cargo de ministro de Hacienda, en el que permaneció hasta 1832.

El rey desilusionó a sus partidarios más acérrimos al no restaurar la Inquisición, abolida en 1820, y al no reintegrar al Ejército a los oficiales depurados por los liberales y a los jefes de las guerrillas realistas.

El malestar creció, abonado por malas cosechas, y fructificó en la región entonces más reaccionaria de España: Cataluña. En agosto de 1822 las partidas realistas tomaron la localidad catalana Seo de Urgel, donde se estableció una regencia que proclamó a Fernando VII como rey absoluto y declaró que era prisionero de los liberales.

Consecuencia del malestar de los fidelísimos fue el Manifiesto de la Federación de los Realistas Puros (1826), prueba de que ya había realistas impuros, y se establece, por primera vez, la distinción entre las dos legitimidades: la de origen y la de ejercicio, que llega hasta nuestros días. El último en enunciarla ha sido el socialista Alfonso Guerra.

En la primavera de 1827, en los meses de marzo y abril, en las comarcas catalanas de Tortosa, Vich, Gerona y Figueras se levantaron partidas realistas. Fue tan débil el movimiento que en abril estaba dispersado y el Gobierno de Madrid dictó perdones para los cabecillas; pero el malestar siguió larvado hasta que volvió a estallar en el verano, con la finalización de la cosecha.

Junto con los ataques a la Iglesia cometidos por los exaltados, los Gobiernos liberales habían procedido a una desamortización parcial que privó a muchos campesinos y ganaderos de las tierras comunales y eclesiásticas que arrendaban a bajo precio y a subir los impuestos.

Contra la "chusma infernal" de Madrid

Los catalanes sacaron de los pajares y los arcones sus sables, pistolas y escopetas, y se echaron al monte. El 30 de julio José Bosoms, payés y guerrillero contra los franceses, hizo una proclama en Berga que comenzaba así:

Compatriotas Catalanes míos, Españoles que os gloriáis de haber restituido con vuestra sangre y sacrificios a nuestro idolatrado REY FERNANDO.

El monarca estaba dominado en Madrid por una "chusma infernal" que había "logrado apoderarse de los empleos y destino, chupar la sangre de los que antes no pudieron inmolar". Y concluía de esta manera:

Catalanes, viva el REY, y abajo la Policía y los empleados negros (liberales).

El periódico El Catalán Realista, editado en Manresa y órgano de los rebeldes, publicó en agosto la proclama. El lema de su cabecera era el siguiente:

Viva la Religión. Viva el Rey absoluto. Viva la Inquisición. Muera la Policía. Muera el Masonerismo y toda secta oculta.

Esta rebelión se llamó Guerra de los Malcontents o de los Agraviados. Los realistas para los que Fernando VII sufría de veleidades liberales reunieron a 30.000 hombres en armas y se apoderaron de muchas de las principales villas catalanas: Vich, Olot, Manresa, Reus, Berga, Igualada... También sitiaron Gerona, ante cuyas murallas acecharon unos 4.000 malcontents, y Tarragona. A Barcelona llegaron miles de desplazados de las comarcas interiores, hasta el punto de que el Ayuntamiento constituyó una junta de sanidad.

A finales de septiembre, el rey actuó. Por un lado nombró al conde de España, un aristócrata francés que estaba al servicio de los reyes españoles desde la Revolución, capitán general de Cataluña y presidente de la Audiencia. Y por otro lado anunció su viaje a Cataluña, pese a su mala salud.

El 22 de septiembre Fernando VII dejó El Escorial, llegó a Vinaroz el 26 y entró en Tarragona el 28. Su presencia en Cataluña, que desautorizaba a quienes aseguraban obrar por su bien, más una proclama en la que prometía clemencia desbarataron a las partidas. El soberano, que aplicaba la máxima de "palo al burro blanco, palo al burro negro", ordenó que se castigase a los jefes rebeldes con la máxima severidad. En consecuencia, muchos de ellos fueron ahorcados, fusilados y, los más afortunados, deportados a Ceuta.

Bosoms resistió con unos 1.500 hombres hasta que en diciembre pasó a Francia. Al regresar a Cataluña en 1838 fue traicionado y entregado al conde de España, que en febrero le hizo fusilar.

En 1833, de nuevo miles de catalanes se alzarían por los derechos del rey legítimo y absoluto de España, en este caso el hermano de Fernando, el infante Carlos María Isidro.

Hoy los descendientes de esos catalanes de Olot, Vich y Berga votan a CiU y ERC.

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