Aunque desde hace años se conocía la existencia de Echelon, el mundo entero está ahora escandalizado con el descubrimiento de que Washington espiaba a sus aliados. El escándalo es mayor en cuanto que el presidente bajo el que se ha desarrollado semejante violación de la intimidad y de la confianza es Barack Obama, el progresista que iba a purificar a EEUU.
Sin embargo, el espionaje no es nada nuevo. Cuando los intereses de España eran globales en el Siglo de Oro (sobre todo cuando Portugal y su imperio se unieron a la corona en 1580), como lo son los de EEUU hoy, el espionaje era un arma vital, con redes de diplomáticos, espías y agentes al servicio de Madrid por todo el mundo.
Como escriben los historiadores Carlos Carnicer y Javier Marcos (Los espías de Felipe II), el rey sabía que los servicios secretos eran "el fuego que alimentaba las calderas de su política exterior", por lo que les dedicó a ellos "más recursos humanos y económicos que cualquier otro monarca de la época". En cuanto ascendió al trono, en enero de 1556, una de las primeras decisiones de Felipe II fue cambiar la cifra que se empleaba en la corte de su padre. Y conocía los peligros del poder, porque el año anterior, siendo rey de Inglaterra, había sufrido un intento de asesinato en Westminster.
A su despacho llegaban informes de sus embajadores, virreyes y generales sobre espionaje, informaciones y rumores, para comunicar datos y pedir instrucciones. El rey no tenía escrúpulos en recurrir al espionaje y tampoco vacilaba en controlarlo personalmente. A su hermanastro Juan de Austria, cuando lo mandó como generalísimo de la Liga Santa contra el Turco, le instruyó sobre cómo reclutar y utilizar espías.
Un vasco al frente de los servicios secretos
El rey apenas se fiaba de alguien, sobre todo después de la traición de Antonio Pérez, pero con quien mejor relación tuvo entre sus secretarios de Estado fue con el vasco Juan de Idiáquez, el funcionario que "mayor impronta personal dejó en los servicios secretos de Felipe II" –en palabras de Carnicer y Marcos–, y los dirigió durante 20 años. Su padre, Alonso de Idiáquez y Yurramendi, consejero de Estado y secretario privado de Carlos I, había sido asesinado en 1547 en Sajonia por unos bandoleros luteranos, pero se sospechaba que movidos por los espías de Francisco I de Francia para evitar que negociase el matrimonio del príncipe Felipe con la princesa de Béarn.
En su reinado, su enemigo más poderoso fue Francia, pero el más molesto fue Inglaterra, ya que durante unas décadas la reina Isabel (a la que Felipe había propuesto matrimonio) se disfrazó como neutral antes de romper con España. La corte de Londres apoyaba a los rebeldes de los Países Bajos y los hugonotes de Francia, fomentaba la piratería y participaba en ella, encarceló a la reina María de Escocia y hasta acogió a Antonio de Crato, pretendiente a la corona de Portugal.
En esos años, coincidiendo con el matrimonio de Felipe con la princesa Isabel de Valois (1560-1568), España y Francia eran aliadas, y sus embajadores, Bernardino de Mendoza y Michel de Castelnau, devolvían las picaduras de Isabel I animando las conspiraciones contra su trono inestable. Por participar en una de ellas, la de Throckmorton, Mendoza fue expulsado de Inglaterra; el rey le nombró embajador en París y el noble español convirtió su embajada en el centro de todas las conspiraciones católicas de Europa.
La penetración del espionaje español en la corte de Londres consiguió corromper a consejeros de la reina Isabel. Mendoza tuvo en nómina al controlador de la casa real sir James Croft, y Felipe II le mandó en julio de 1581 un crédito de 2.000 coronas para pagarle. Croft fue la voz de los comerciantes ingleses que querían pactar con España. Otro agente español fue lord Henry Howard, hermano del duque de Norfolk, que había sido ejecutado en 1572 por conspirador.
Embajadores metidos en los cónclaves
Roma fue otro de los objetivos principales del espionaje de Felipe, sobre todo en las elecciones de papa. Las potencias católicas trataban de conseguir que el cónclave nombrase a un cardenal amigo. El rey de España mandaba a sus embajadores listas de los candidatos aceptables.
En el cónclave de septiembre de 1559, el embajador Francisco de Vargas llegó a amenazar y prometer a los cardenales encerrados, a través de ventanas y un hueco en el muro. Cuando parecía que los príncipes de la Iglesia iban a elegir al cardenal Este, candidato de los Valois, Vargas les gritó que "se equivocaban si creían que sería como en tiempos, en que Carlos V había otorgado precisamente sus favores a sus mayores enemigos". El elegido fue Pío IV, proespañol.
La injerencia española hartó a la curia. Según recoge el diplomático Miguel Ángel Ochoa, en 1593 un dictamen de teólogos atribuyó a Felipe II pecados graves al apoyar, excluir y remunerar a varios cardenales en los cónclaves. La réplica de Madrid fue otro dictamen que defendía el derecho de los monarcas católicos a procurar la elección de un papa adecuado tanto para la Iglesia como para sus pueblos, "utilizando medios honrados" y "dejando siempre incólume la libertad de voto".
En noviembre de 1591, el ya anciano rey recibió de su embajador ante el emperador Rodolfo II, Guillén de San Clemente, una propuesta de operación de comando planteada por un antiguo prior de la abadía de Pavía. Éste había sido expulsado de su orden por herejía y, dando tumbos por Europa, acabó en Inglaterra, donde observó que la reina Isabel I solía pasar los meses de marzo en un castillo desprotegido en la costa cercana a Londres. El antiguo fraile italiano proponía mandar unos hombres armados en un barco para secuestrarla, y daba el nombre del que proponía como capitán de la nave, el holandés Adrián Menique. Por último, solicitaba dinero para ambos.
Quizás a Felipe II no le desagradase el proyecto de echar mano a su enemiga, que le había mentido y había hecho decapitar a otra reina, María de Estuardo, pero no lo creyó posible. En el informe anotó que el tal castillo no era sino una casa, lo que recordaba de su estancia en Inglaterra cuando fue rey de este país, entre 1554 y 1558, debido a su matrimonio con su tía María Tudor. Además, sospechaba que se trataba de una trampa para introducir a un espía doble en España:
Se ve que esto que el fraile no debe haber andado en buenos pasos y que quizás es trampa todo para sacar algo a don Guillén.
(Una trama parecida la desarrolló el novelista Jack Higgins en Ha llegado el águila, en la que un comando alemán trata de secuestrar a Winston Churchill).
El Gobierno del rey también se ocupaba del contraespionaje. Se vigilaban los puertos y las fronteras, y se detenía a los sospechosos, como se hacía en otros reinos.
El capitán Alonso de Contreras cuenta en sus memorias que en 1610, poco después del asesinato de Enrique IV, fue detenido en Francia por espía. Quería ir de Flandes a Malta para asistir al capítulo de la orden de la que era miembro y trató de atravesar Francia vestido de peregrino. Llamó la atención en Chalon sur Sôane: "Iba embebecido mirando la fortificación; repararon en ello y, al entrar por la puerta, cogiéronme". La situación empeoró porque portaba una espada oculta en su bordón, pero como tenía una carta del príncipe de Condé contando el motivo de su viaje quedó libre.
Falsificación de moneda
Las medidas de Felipe no se limitaban a lo policial. En 1593 ordenó a su embajador ante el papa Clemente VIII que le pidiese la erección de una diócesis en Solsona (Cataluña) para que fuese mejor gobernada "aquella tierra tan áspera y frontera de herejes", en referencia a los hugonotes que cruzaban los Pirineos y difundían su fe.
Los enemigos de España recurrieron a las operaciones de sabotaje económico con la falsificación de moneda. Los principales falsificadores eran los rebeldes holandeses y los ingleses. El embajador Guerau de Estés comunicó al rey en 1572 que Isabel I había dado orden para que se acuñasen escudos y otras monedas españolas degradadas. En 1574 un comerciante español residente en París y Amberes que también era agente secreto denunció a Madrid otra red: un taller cercano a Maastricht falsificaba cuartillos de vellón rico que se introducían en España por Vizcaya y Sevilla.
Pero no era Felipe II el único de su dinastía que sabía tratar con sobornos y sobornados. En el archivo de la embajada de Roma hay una carta enviada por Felipe III en mayo de 1609 a su embajador, el conde de Lemos, en la que el rey le aconsejaba cómo desenvolverse en la corte papal. A la hora de repartir el oro español para aumentar el número de cardenales favorables a Madrid, Felipe III escribió:
En esa corte como en todas, puede mucho el interés y así es menester gobernarse en ella como el buen cazador, mostrándole al gavilán la carne y dándole poca y poco a poco, porque si se le da mucha, luego pide más y se olvida de la recibida y así si es poco a poco, vive con esperanzas y acude a lo que desea.
¿Se pondrán como modelo estas lecciones en la Escuela Diplomática española?
@pfbarbadillo