El ansiado heredero varón para Felipe y los españoles sólo llegó por medio de la sangre de los Habsburgo; por medio de Ana de Austria, a la que el rey había conocido como hija de su hermana María en 1551 en Valladolid. En el momento de mayor triunfo del monarca, el de la anexión de Portugal y su imperio a su corona, falleció la reina, y desde entonces llevó luto hasta su propia muerte.
Después de la muerte de Isabel de Valois, su madre, Catalina de Médici, verdadera reina de Francia a través de la influencia que ejercía en sus hijos –tres de los cuales fueron reyes–, propuso a Felipe II que se casase con otra hija suya, la princesa Margarita (nacida en 1553). Pero Felipe prefirió emparentar con la rama austriaca de los Habsburgo. Su hermana María había hecho el viaje a Viena para reinar junto al archiduque Maximiliano; llevaba consigo a su primera hija, la princesa Ana de Austria, a la que había conocido cuando tenía poco más de un año en Valladolid. Casi veinte años después, la niña, convertida en una mujer leal a la dinastía, hizo el viaje contrario para desposar a su tío y mantener la unión entre las dos ramas de la familia, una encabezada por un Felipe II austero y devoto y otra por un Maximiliano II frívolo y relajado.
El matrimonio se anunció a las demás cortes europeas en marzo de 1569. Las capitulaciones se firmaron en enero de 1570. El matrimonio se celebró por poderes en Praga en mayo y la reina desembarcó en Laredo en octubre, días antes de la victoria de Lepanto. La bendición matrimonial de presente se celebró en Segovia en noviembre; dos semanas después, Ana de Austria, llamada también Ana de Bohemia, hizo su entrada solemne en el Alcázar de Madrid. Cuando le presentaron a sus hijastras, las infantas Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela, de cuatro y tres años de edad, tristes y confusas por la mezcla de luto y fiesta, silencio y protocolo, la nueva reina las abrazó y les prometió que sería para ellas la madre que habían perdido.
La enloquecida tradición de los Habsburgo de matrimoniar entre ellos –que les llevó en el siglo siguiente a la extinción en España, después de enlaces endogámicos cercanos al incesto–, al menos en esta ocasión dio su fruto. Confirmando la fama que tenían las Habsburgo de fecundas, Ana de Austria parió cinco niños, de los cuales, por desgracia, sólo uno llegó a adulto: Fernando (1571-1578), que nació semanas después de la victoria de Lepanto, lo que se tomó como un augurio favorable, y fue jurado príncipe de Asturias en 1573; Carlos Lorenzo (1573-1575), nacido en una casa de Galapagar durante un viaje de la reina a El Escorial; Diego Félix (1575-1582), que sucedió a su hermano en el rango de heredero de la corona y murió de viruela; Felipe (1578-1621), el futuro rey, y María (1580-1583).
Desangrada por los médicos
Si 1568 fue el peor año del reinado de Felipe II, 1580 fue el mejor, ya que en éste cumplió el sueño de su familia de unir toda la Península Ibérica bajo una sola corona. El imperio hispánico se extendía por los cinco continentes. A Lisboa y Sevilla llegaban mercancías de Perú, China, la India y México: porcelana, oro, plata, especias... Y el Océano Atlántico era un lago español. La conquista de Portugal había sido impecable; el Duque de Alba y el Marqués de Santa Cruz habían desbaratado el ejército del rebelde Crato en una sola batalla, la de Alcántara (25 de agosto de 1580). Felipe II marchó a Portugal para ser jurado en las Cortes de Tomar; le acompañó toda su familia, incluida la reina Ana, que estaba embarazada, salvo el infante Felipe y la recién nacida María.
En Badajoz, donde se detuvieron, había una epidemia de gripe, de la que se contagió el rey. Tan grave estuvo, que redactó testamento e instauró un consejo de regencia con su esposa como regente. Él se curó, pero la enfermedad pasó a Ana. Los médicos españoles, titulados por las Universidades de Salamanca y Alcalá –aunque bien podían haberlo sido por el Rastro de Madrid, dados sus métodos–, le aplicaron los métodos tradicionales de sangrías y purgantes para combatir la fiebre, y la mataron. La vida de Ana de Austria se extinguió el 26 de octubre, cuando contaba 31 años.
Catalina de Médici había tenido diez hijos; María de Austria, la hermana de Felipe casada con Maximiliano, quince; y Catalina de Austria, tía del rey español casada con Juan III de Portugal, nueve. Pero en ninguna de esas cortes había médicos españoles. "¡Vieja balada de alumbramientos y muertes de las reinas de España!", escribe Pfandl.
En septiembre de 1598, el príncipe Felipe se convirtió en rey al fallecer su padre. Su madre no pudo asistir a su proclamación porque había muerto hacía casi veinte años. Como madre de un rey, su cuerpo reposa en el Panteón de los Reyes de El Escorial; es la única de las cuatro mujeres de Felipe II que tiene ese honor. Su primer enterramiento, y el de la criatura que llevaba en su vientre, fue en el monasterio de Santa Ana de Badajoz; en recuerdo a su estancia allí, se dejaron sus vísceras. Una vez que Felipe III pasó por Badajoz, se detuvo en este monasterio para rezar por su madre, a la que apenas conoció, pues falleció cuando él tenía dos años y medio.
No hubo un quinto matrimonio para el señor del mundo. Ya tenía 53 años y cinco hijos, de los que dos eran varones. El futuro de la dinastía parecía asegurado. Sin embargo, la voluntad divina hizo que en 1582 y 1583 muriesen el príncipe y la infantita.
La muerte del rey
Felipe murió en El Escorial, un impresionante edificio que no sólo era monasterio y mausoleo de los reyes de España, sino basílica, biblioteca, centro de estudios superiores y experimentación (medicina, botánica, teología, topografía, lenguas clásicas...), estado mayor del ejército y la armada, cuartel de espías y ministerio. Un año antes había fallecido la segunda hija que había tenido de Isabel de Valois, Catalina Micaela, casada con su aliado el Duque de Saboya en 1585 en Zaragoza y a la que no había vuelto a ver desde entonces. La infanta, lejos de los médicos españoles, dio a luz diez hijos en sus doce años de matrimonio con Carlos Manuel de Saboya.
Pese a la leyenda negra que nubla a este monarca, Felipe fue un hombre dedicado al servicio de su religión y de su pueblo, amante de las artes y las letras, y también de sus mujeres e hijos. Cabe suponer la tristeza que le embargaría al recordar a quienes le habían precedido en la muerte y se encontraban enterrados en El Escorial, a unos metros del despacho en el que trabajaba y de la cama en que agonizaba.
Había enterrado a cuatro esposas. De los ocho hijos que tuvo, sólo le sobrevivieron dos: Isabel Clara Eugenia y Felipe, ya elevado a príncipe de Asturias, de cuyas dotes para el gobierno del Imperio dudaba. Estos dos le acompañaron en sus últimas horas y, en una escena única, les mostró su cuerpo llagado y ulceroso a la vez que les decía que así acababan todas las majestades de la Tierra. Además, el rey entregó a su querida hija un anillo que había sido propiedad de Isabel de Valois.
Aunque la infanta Isabel Clara Eugenia hubiese podido reinar por delante de su hermano si no hubieran existido las leyes sucesorias que prefieren a los varones antes que a las hembras (en la mayoría de Europa, hasta el siglo XX se aplicaba la ley sálica), el trono lo habría ocupado Felipe IV, el Rey Planeta. La infanta murió en 1633 sin descendencia, y aunque entonces ya había desaparecido Felipe III, estaba vivo su hijo, que habría empezado entonces su reinado en vez de en 1621.
La muerte del monarca español fue más serena que la de Isabel I de Inglaterra, ocurrida en marzo de 1603. Como ya hemos escrito aquí con anterioridad, el primero dejó un país tranquilo, en la cima de su poder y con la sucesión asegurada, mientras que la segunda, que se había negado a casarse, murió rodeada de intrigas y aterrorizada, y con un reino que estaba lejos de ser la potencia en que luego se convertiría. La dinastía de Felipe proseguiría un siglo más, pero la de Isabel, la Tudor, se extinguió con ella. A las pocas horas de la muerte de ésta, se proclamó como rey de Inglaterra a Jacobo VI de Escocia, hijo de la reina María Estuardo, a la que Isabel había apresado y hecho decapitar en 1587. El nuevo monarca unió las coronas inglesa y escocesa por primera vez. En su nuevo reino se le conoció como Jacobo I. Y una de sus primeras decisiones fue pedir la paz con España.