La crisis en Ucrania ha recuperado en Europa las viejas tensiones de los años finales de la Guerra Fría, entre los aliados occidentales, que Moscú animaba por medio de sus quintacolumnistas. En el nuevo escenario en que nos movemos, la capital a la que todas las demás implicadas observan es Berlín. Por su economía y su centralidad en Europa, la inclinación de Alemania a Occidente o a Oriente puede alterar el equilibrio de poder.
Después de la Segunda Guerra Mundial, Stalin estuvo dispuesto a aprobar la reunificación de la RDA con la Alemania Occidental a cambio de la neutralidad de ésta, lo que habría hecho retroceder la primera línea de defensa de la OTAN al Rin y colocado al nuevo país en una situación similar a la de Finlandia, es decir, un Estado con economía capitalista pero con una política exterior sometida a la URSS.
Durante las frenéticas negociaciones celebradas en toda Europa en 1989 y 1990, a medida que bloque socialista se desmoronaba, la británica Margaret Thatcher trató de mantener la división de Alemania, a lo que se opusieron el norteamericano Bush, el francés Mitterrand y el español González.
Cuando en el Pacto de Varsovia, la URSS trató de imponer a la Alemania unida el veto de su ingreso en la OTAN, otros miembros, como Polonia y Checoslovaquia, dijeron que sería más peligrosa una Alemania neutral, sin controles ni compromisos. La progresiva debilidad de la URSS contribuyó a que su postura fuese rechazada. La RFA absorbió a la RDA y la OTAN se extendió hasta Polonia, a la vez que las tropas soviéticas abandonaban el territorio que habían conquistado 45 años antes.
A cambio, en el Tratado para un arreglo definitivo de la cuestión alemana, firmado en Moscú en septiembre de 1990 por los Gobiernos de las dos Alemania, la URSS, EEUU, Reino Unido y Francia, se acordaba que las fronteras alemanas de ese año serían las definitivas.
El trueno de Rapallo
Este temor de las capitales de Europa Occidental se puede resumir en una palabra: Rapallo. En 1922, el primer ministro británico Lloyd George había convocado una conferencia internacional en Génova a la que asistieron 34 países, la primera reunión diplomática en la que participarían los vencedores, los vencidos y los neutrales de la Gran Guerra, con el objetivo de reconstruir las economías de Europa Central y Rusia (ese mismo año cambiaría su nombre por el URSS), donde los bolcheviques acababan de ganar la guerra civil.
El 10 de abril, Lunes de Pascua, se inauguró la Conferencia de Génova y el 16 las delegaciones alemana y rusa, encabezadas por sus ministros de Asuntos Exteriores, firmaron en Rapallo, un pueblo cercano a la ciudad, un acuerdo de amistad que conmocionó a todos los asistentes.
Como escribe Sebastian Haffner (El pacto con el Diablo),
Rapallo sigue siendo hoy en día una palabra clave y un concepto fijo del lenguaje diplomático. Se trata de una fórmula cifrada que significa dos cosas: en primer lugar, que según las circunstancias una Rusia comunista y una Alemania anticomunista pueden reunirse y aliarse; en segundo, lugar, que esto puede ocurrir muy súbitamente, literalmente de un día para otro. Este segundo significado ha convertido a Rapallo más que el primero en una palabra que infunde horror entre los occidentales, cuyos efectos de choque perdura.
Hay que recordar que la tradición prusiana, más que alemana, miraba a Rusia con respeto y como a un aliado, mientras que otros miembros de la comunidad germánica, como el reino de Baviera y el ducado de Hánover (cuya dinastía ocupó también el trono británico entre 1714 y 1837), estaban vinculados a Occidente.
Después de la guerra franco-germana de 1870-1871, el canciller Otto von Bismarck (que había sido embajador de Prusia en San Petersburgo) desplegó sus artes diplomáticas para evitar una alianza entre dos de los países que había vencido militarmente, Francia y Austria, y Rusia. Si dos de ellos se aliaban, Alemania sólo podría equilibrar la balanza con el tercero, pero tal vez sólo a cambio de contraprestaciones demasiado altas. El mismo dilema atenazó al emperador Guillermo II en la crisis de julio de 1914, causada por el asesinato del archiduque Francisco Fernando: para no perder a su único aliado Berlín libró el llamado cheque en blanco a Viena y ésta se atrevió a enfrentarse a Serbia y a su protector, el imperio ruso.
Por ello, Bismarck formó la Liga de los Tres Emperadores, entre Alemania, Austria y Rusia, que empezó a romperse por una guerra en los Balcanes y quebró en los años posteriores cuando el joven kaiser Guillermo cesó al anciano canciller (1890) y la Rusia autocrática y la Francia republicana, para sorpresa de todos, firmaron un acuerdo (1894).
Los aliados de la URSS, los conservadores ‘realistas’
Una de las consecuencias del régimen parlamentario de la República de Weimar fue que la política exterior dejó de ser atributo del jefe del Estado (también desapareció la eslavofobia del emperador) y resurgieron los dos bandos: pro-occidentales y pro-orientales.
Curiosamente, los partidarios de aliarse con la Rusia roja eran los conservadores, los aristócratas prusianos, los burócratas y el generalato, mientras que los partidarios de reconstruir la relación con las potencias de Versalles eran los socialdemócratas, los burgueses de izquierdas y los liberales. Añade Haffner que la realista era la derecha, a la que no le importaba el elemento comunista de Rusia, sino su geopolítica (de la misma manera trató el francés Charles de Gaulle a la URSS, a la que siempre se refería como Rusia, para mantener la pinza sobre el mundo germánico); para los conservadores, el eje de la política exterior alemana debía girar en torno al resultado de la guerra.
Por otro lado, los bolcheviques preferían negociar y obtener préstamos para su economía de los alemanes realistas por anticomunistas que fuesen antes que de los franco-británicos, que habían mantenido la guerra civil y en Génova trataban de conducir a Rusia de nuevo al capitalismo.
Con Rapallo, Rusia y Alemania rompieron su aislamiento. Y la institución que más se aprovechó de Rapallo entre los alemanes fue el pequeño ejército permitido por el Tratado de Versalles, la Reichswehr. Aunque la colaboración militar entre ambos países estaba ya en marcha antes de 1922, aumentó en los años posteriores. Para mantener Rapallo, Stalin no vaciló en ordenar a los comunistas alemanes que combatieran a los socialdemócratas, que, como escribe Haffner, "constituían el auténtico peligro en Alemania para los intereses rusos", debido a “su eterna fobia a los rusos y su eterna tendencia hacia Occidente”. A pesar de que ello supusiera colaborar con los nazis. Stalin consideraba a Hitler otro político capitalista que seguiría la línea de Rapallo, pero éste impuso la “enemistad absoluta” entre ambos países desde 1933.
Para ser ecuánimes, añado que en 1929 el millonario Henry Ford aceptó montar la industria automovilística de la URSS, hasta el punto de que la NKVD iba a buscar a sus víctimas en coches del modelo Ford-T.
La inversión de alianzas
Otro pasmo diplomático lo produjo el tratado de amistad germano-soviético de 1939, cuyas cláusulas secretas contenían el reparto de la Europa oriental.
Ambos tratados demuestran que Alemania y Rusia pueden llegar a acuerdos por encima de las ideologías y de sus alianzas vigentes. Aunque en política exterior esto no es nada extraordinario, ya que Felipe IV fue el primer rey en reconocer la República inglesa y ofreció a Cromwell mantener el Tratado de Madrid, Richard Nixon viajó a la China de Mao y Hassán II de Marruecos y Muamar el Gadafi de Libia aprobaron la unión de sus países, las consecuencias en Europa y Asia serían ese "horror" que menciona Haffner. Y menciono a Asia, porque solemos olvidar que Rusia es una potencia euroasiática.
Este continente, recuerda Carles Casajuana (La Vanguardia, 19-7-2014), no se ha contagiado del marasmo en que se está hundiendo Europa.
Mientras en Europa la población envejece, nos resignamos al paro masivo y coqueteamos con el populismo, la xenofobia y el euroescepticismo, en Asia un cóctel explosivo de prosperidad y de nacionalismo está volviendo a poner de moda la geopolítica.