Leo el poema inédito, el poema 60, de Juan Ramón, inmenso hallazgo publicado este domingo por ABC y caigo en la cuenta, más que nunca, del desastre nacional que significa Zapatero y sus secuaces. Fíjense, Juan Ramón, buscando a Dios, con minúscula, al deseante y al deseado, al que encuentra desde la libertad y en ella – "cada vez más libre, más ¡y más! ¡y más! A una libertad de puertas de Dios. Y entonces la puerta se abre... y ¡más libertad!". Libertad, libertad, más, siempre más, nunca menos, nunca para después, nunca aplazada ni negada ni vendida ni sumida en los razonamientos del autócrata. Y es precisamente eso, la libertad, lo que nos impide desarrollar, ejercer, protagonizar Zapatero y compañía. Maldito.
No se trata de nos la arrebate, nos la impida, nos la coarte o nos la cuele en el río del olvido. No tiene talla ni arrestos para eso. Se trata de que la distrae y distrayéndola, la mortifica. La libertad decide, ejerce, afirma y pone encima de la mesa. Pero cuando la libertad se dispone al servicio del combate por sí misma, porque se ve en peligro, porque se sabe en riesgo, entonces la libertad propia, la personal y concreta de cada cual, se sacrifica en el altar de la causa, no el de la casa, los lares, en el ara de las condiciones de una libertad abstracta y general, colectiva y de todos. Pero ya no es libertad pura, sino libertad comprometida, reglada por la ética o la filosofía, desviada, torcida, incluso cuando mana de la autonomía.
Libertad, la de Juan Ramón, por ejemplo, dedicado a lo que su libertad le encomendaba, acceder, diciendo, a lo indecible. Cantando, no contando, como tan bien vio Stevenson y siguieron haciendo los pájaros cuando él se fue. Cada mochuelo en su olivo, cada rata en su cloaca, haciendo, diciendo, cantando lo que procede de su libertad, algo tan plural, tan diverso y, por ello, tan hermoso. Por ello, el clásico pudo rugir: "Sé hombre, libre, no me sigas". El hombre libre no sigue a nadie, crea su camino. Puede mirar a un lado o al otro, pensar otros caminos, pero no puede seguir huellas de nadie porque no sabe seguirlas.
Por eso maldigo a Zapatero. Nos distrae de la libertad del camino que conduce a una puerta deseada y deseante, y nos desvía por el camino que conduce a la puerta de su salida, de su fin, de su extinción política. Mientras hacemos tal cosa, sufrimos la maldición de la libertad humana. Podemos hacer sólo una cosa al mismo tiempo. No podemos estar en la procesión y repicar. Si emprendemos el viaje a ultramar, no podemos simultáneamente viajar a ultracielo. Si elegimos el camino de la urgencia histórica de poner término a su locura, altivo caligulón de pacotilla, no escribimos los libros que debemos, no nos enamoramos, no apreciamos los atardeceres rojizos del verano, no leemos las cartas de los amigos...
Los liberales son conscientes de que la política no es, no puede ser profesional. Es un tiempo donado a la libertad y al bienestar de los demás, pero, luego, nos espera la ciencia, la poesía, la carpintería, el derecho, la medicina, la pintura, los paisajes, los hijos, los amigos, esos pocos buenos con los que uno ni habla porque les basta estar... Nos espera lo que elegimos para significarnos en el mundo. Por eso, Zapatero te maldigo. Me estás obligando a dejar lo que la libertad me señaló y me calcino en el empeño de recuperarlo. Me distraes. Me apartas. Me obligas profesionalmente a la política, a contribuir a tu defenestración y mientras tanto, mi tiempo se va por las alcantarillas camino de algún río que va a dar a la mar, que es el morir.
Por todo esto, Zapatero ni tiene perdón. Ni siquiera de Dios.