Sociedad abierta es aquella que no gusta absolutamente nada a la oligarquía socialista porque en ella triunfa la competencia personal y social, las libertades civiles, la solidaridad libre y voluntaria y la división de poderes, la misma que defendiera Montesquieu cuya muerte intelectual y política anunció Alfonso Guerra.
Aquella famosa profecía, afortunadamente, tuvo como resultado inmediato la caída del muro de Berlín, el ensanchamiento del espacio de las democracias liberales en el mundo y su propio batacazo desde el sillón de la vicepresidencia del Gobierno. Falta le hubiera hecho dentro del PSOE una instancia, diferente al poder de la ejecutiva de su partido e independiente a la manera del sagaz e inteligente Montesquieu, que lo defendiera de manera noble y justa del acoso de su ya no amigo González, que lo trituró de manera inmisericorde y minuciosa.
¿Por qué la oligarquía socialista no quiere una sociedad abierta como la esbozada por Popper y otros muchos pensadores demócratas? Por muchas razones. Sobre todo por una. La oligarquía socialista está íntimamente convencida de su superioridad intelectual, ética e histórica sobre el resto de los mortales. Lejos de reconocer la imposibilidad de un conocimiento exacto de las leyes de la historia, de la sociedad y de la convivencia, esta oligarquía está segura de poseer la clave "científica" de la realidad, incluso del universo (hay que recordar el famoso libro de Engels Dialéctica de la Naturaleza, que sus antaño adoradores hoy hacen desaparecer por pudor de todas las bibliotecas).
Este convencimiento dogmático deviene en práctica totalitaria en cuanto se trata, para esta oligarquía, de regir los destinos de un mundo que sólo ellos conocen "científicamente". La libertad no es buena para ese propósito, ni la economía libre, ni una justicia independiente, ni una prensa digna y rebelde ni instituciones neutrales. Y así, descendiendo, ni unas oposiciones libres y abiertas al mérito y la capacidad, ni una enseñanza crítica antes que sectaria. Todo debe estar contagiado del sectarismo ideológico que propugnan. Es en eso, justamente en eso, en lo que coinciden con el nacionalismo hoy galopante en esta España de principios del siglo XXI. Por eso son socios.
Frente a esto, hay que proponerse una actitud más crítica, racional y libre. Aquí se exponen reunidos los elementos críticos de un racionalismo democrático, esbozados por Popper:
Nuestro saber conjetural objetivo va siempre más lejos del que una persona puede dominar. Por eso no hay ninguna autoridad. Esto rige también dentro de las especialidades.
Es imposible evitar todo error o incluso tan sólo todo error en sí evitable. Los errores son continuamente cometidos por todos los científicos. La vieja idea de que se pueden evitar los errores, y de que por eso se está obligado a evitarlos, debe ser revisada: ella misma es errónea.
Naturalmente sigue siendo tarea nuestra evitar errores en lo posible. Pero precisamente, para evitarlos, debemos ante todo tener bien claro cuán difícil es evitarlos y que nadie lo consigue completamente. Tampoco lo consiguen los científicos creadores, los cuales se dejan llevar de su intuición: la intuición también nos puede conducir al error.
También en nuestras teorías mejor corroboradas pueden ocultarse errores, y es tarea específica de los científicos el buscarlos. La constatación de que una teoría bien corroborada o un proceder práctico muy empleado es falible puede ser un importante descubrimiento.
Debemos, por tanto, modificar nuestra posición ante nuestros errores. Es aquí donde debe comenzar nuestra reforma ético-práctica. Pues la vieja posición ético-profesional lleva a encubrir nuestros errores, a ocultarlos y, así, a olvidarlos tan rápidamente como sea posible.
El nuevo principio fundamental es que nosotros, para aprender a evitar en lo posible errores, debemos precisamente aprender de nuestros errores. Encubrir errores es, por tanto, el mayor pecado intelectual.
Debemos, por eso, esperar siempre ansiosamente nuestros errores. Si los encontramos debemos grabarlos en la memoria: analizarlos por todos lados para llegar a su causa.
La postura autocrítica y la sinceridad se tornan, en esta medida, deber.
Porque debemos aprender de nuestros errores, por eso debemos también aprender a aceptar agradecidos el que otros nos hagan conscientes de ellos. Si hacemos conscientes a los otros de sus errores, entonces debemos acordarnos siempre de que nosotros mismos hemos cometido, como ellos, errores parecidos. Y debemos acordarnos de que los más grandes científicos han cometido errores. Con toda seguridad no afirmo que nuestros errores sean habitualmente perdonables: no debemos disminuir nuestra atención. Pero es humanamente inevitable cometer siempre errores.
Debemos tener bien claro que necesitamos a otras personas para el descubrimiento y corrección de errores (y ellas a nosotros); especialmente personas que han crecido con otras ideas en otra atmósfera. También esto conduce a la tolerancia.
Debemos aprender que la autocrítica es la mejor crítica; pero que la crítica por medio de otros es una necesidad. Es casi tan buena como la autocrítica.
La crítica racional debe ser siempre específica: debe ofrecer fundamentos específicos de por qué parecen ser falsas afirmaciones específicas, hipótesis específicas o argumentos específicos no válidos. Debe ser guiada por la idea de acercarse en lo posible a la verdad objetiva. Debe, en este sentido, ser impersonal.
Pero, claro, creer que Zapatero y sus secuaces serán capaces de entender algo de esto es mucho creer.