Envalentonados por los efectos mediáticos del veto a la serie de televisión sobre los Reyes Católicos, los censores municipales de Barcelona, a la vanguardia del soberanismo, han prohibido el cartel de una exposición fotográfica porque aparece un torero, Juan José Padilla, calándose la montera. La imagen es de un fotógrafo llamado Daniel Ochoa, una instantánea magnífica, por cierto, del World Press Photo, cuya muestra acoge el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB). Alguien había decidido que ésa era la foto para vender la exposición al gran público. ¿Provocación, despiste, metedura de pata? A saber. A determinados funcionarios de Cataluña, la vinculación toros y cultura les debe de parecer algo así como echar sal al café o como promocionar un encuentro por la paz en Manhattan con la foto de un yihadista. Cualquier cosa es posible, hasta que confundieran la Fiesta Nacional de los toros con la Fiesta Nacional del Doce de Octubre y se hicieran un lío del copón de la baraja. Suena a broma, pero va en serio. La foto del torero no colgará de las farolas barcelonesas por orden del señor alcalde, Xavier Trias, quien a este paso va a convertir al alcalde bildutarra de San Sebastián en un ejemplo de demócrata pata negra.
En paralelo, un muchacho ha sido imputado en Santpedor por pintar una bandera de España en la señal de entrada al pueblo. El delito, además de lo de la bandera, consiste en que con su pintada tapó una inscripción alusiva a que Santpedor está por la independencia. La gracia le puede costar cara, como al funcionario del CCCB al que le echen la culpa de la selección fotográfica. En principio, este tipo de alcaldadas parecen muy divertidas, ya que muestran hasta qué punto de enfermizo ridículo pueden caer los dirigentes políticos catalanes, cuyas escasas muestras de criterio propio se reducen a los tímidos reparos que a veces ponen a los planes de Mas; en plan, perdone, camarada comandante, pero tal vez atacar Estados Unidos ahora no sea lo más apropiado.
Un ejemplo. El consejero autonómico del ramo de Fomento, lo que en Barcelona se llama "Territori i Sostenibilitat", se llama Santi Vila y se quejaba amargamente en un artículo de La Vanguardia de que le tachan de tibio y templagaitas:
Me acusan de moderado porque cuando el Barça recibe un penalti injusto de entrada soy de los que piensan simplemente que el árbitro se ha equivocado, que no es víctima de ninguna conspiración del palco del Bernabéu ni de La Moncloa.
¡Toma! Y no estaba de broma. Santi Vila, que hasta hace nada era de uno de los valores en alza de la "construcción nacional", y no precisamente por las obras de la Generalitat, tiene otro problema. Mira por dónde, es un gran aficionado a los toros y no se pierde ni una sola de las corridas en el sur de Francia. Menos grave para su carrera política es su cordial relación con la ministra Ana Pastor, pero lo de los toros... Lo de los toros en Cataluña entra dentro de la categoría de la mala reputación. Como lo de sentirse catalán y español.
De lo ocurrido durante la Fiesta Nacional en Barcelona, el nacionalismo ha tomado buena nota. Más que del número de manifestantes, muchos o pocos pero el doble que el año pasado, les preocupa la percepción evidente de que el cuento del soberanismo no es una demanda colectiva, ni la voluntad de todo un pueblo; de que hay una parte de la población catalana que no se lo traga y ha dicho prou! o ¡basta!, que viene a ser lo mismo. Y de seguir así, cada vez serán más los ciudadanos desafectos. Eso no quiere decir que vayan a engrosar en masa las filas del PP y de Ciutadans o que vayan a forzar un giro en el PSC. Simplemente, que el independentismo ha notado por primera vez que su hegemonia no es del todo real, que existe una pequeña aldea gala, rodeada de campamentos romanos, que se ha plantado ante los delirios nacionalistas.
La reacción ciudadana tal vez podría deberse a la acumulación obsesiones compulsivas del nacionalismo, lo de ver una montera y a un tipo con un parche en el ojo y creerse que ahí hay un mensaje subliminal contra la Gran Alemania. O lo de someter a un muchacho a un tercer grado por emborronar una señal de tráfico mientras la contraparte se dedica a destrozar las sedes de los partidos no nacionalistas sin que a Mas ni a su consejero de Interior se les mueva un pelo de la ceja, como si fuera una tradición. Esos criterios estéticos, la prohibición de una serie de televisión, de un cartel de una exposición o el celo policial contra un crío de Santpedor mientras los tuyos, los que piensan como tú, tienen patente de corso para comportarse como matones de kale borroka, es lo que no preocupa a los empresarios, pero sí a los paisanos y a cada vez más.
Convergencia y Unión y la Esquerra Republicana, socios ocasionales porque el fin justifica los medios, han comenzado a abarcar un amplio abanico de actitudes extrañas e inquietantes, como para tener la maleta siempre a punto. Censurar un cartel o una serie de televisión es una expresiva reminiscencia de lo que en la Alemania de los años treinta se consideraba "arte degenerado". Cerrar el micrófono a un diputado que pretende defenderse de la acusación de "nazi" alcanza, como mínimo, la categoría de remembranza de lo que debía de ser el Parlamento germano de la década antedicha.
El problema es que cuando te empiezas a dar cuenta sale el portavoz de Artur Mas, Francesc Homs, con un paquete de folios y te dice que España le debe a Cataluña 9.376 millones de euros, exactamente. No diez mil ni nueve mil, que son redondos, sino 9.376 millones. Dicho eso por un Gobierno autonómico cuyos consejeros deberían ir a pie si no les pagara la gasolina el Estado no puede ser calificado de nada más que de chiste del club de la comedia. Y entonces, con el cachondeo, se te pasa lo del "arte degenerado", lo del Reichstag y todo lo demás. Ese es, precisamente, el riesgo, que te ríes por no temblar.