Mientras millones de personas presenciaban en todo mundo el último Barça-Madrid, en Cataluña se asistía a un acontecimiento distinto, de otra dimensión, entre lo prodigioso y lo inexplicable, algo así como paranormal. Que el mismo partido de fútbol tenga dos o más perspectivas posibles es una obviedad. Ahora bien, que el atlético desempeño de los balompedistas se pueda transformar en un simulacro de revancha del Onze de Setembre de 1714 es algo increíble pero cierto; en plan pasen y flipen con el extraordinario prodigio del hombre elefante, con el penalti más claro del mundo jamás no pitado y con las hazañas bélicas de Artur Mas en el papel de Rafael Casanova.
¿Cómo es posible? El truco está en que, recién terminado el partido, la televisión autonómica catalana se apresuró a recabar las impresiones del presidente de la Generalidad, y éstas fueron sus primeras palabras: "Hem lluitat, hem patit i hem vençut". Esto es, hemos luchado, hemos sufrido y hemos vencido. El auto sacramental no responde en absoluto ni al rigor histórico de la trama subyacente ni tampoco al partido de fútbol, pero el molt honorable es un avezado experto en declaraciones tan solemnes como ridículas y el sábado estuvo a la altura de la circunstancias, de lo que se espera de él. Que Artur Mas está fuera de la realidad es algo que ya no niegan ni sus colaboradores más cercanos, pero su discurso patriótico-futbolístico no es precisamente un signo más de la evolución clínica del president, sino que entra dentro de la más estricta normalidad.
En el contexto catalán, el partido del sábado contenía los ingredientes necesarios para determinar el estado de la cuestión en las relaciones entre Cataluña y el resto de España. Visto desde la Ciudad Condal, el encuentro no era sino un Cataluña-España de selecciones nacionales, una oportunidad para desplegar grandes banderas con la estrella independentista y clamar por la independencia a los 14 segundos del mínuto 17. El desenlace del partido, un balonazo al larguero o un penalti de libro no señalado se podrían haber dado en contra del Barcelona y la lectura de los hechos por parte de Mas no se hubiera salido del guión chusquero en el que el fútbol es la política por otros medios. Es decir, ganamos porque nos lo merecemos y si perdemos, España nos roba.
Decía el periodista Gregorio Morán en una entrevista en el digital catalán Crónica Global que en Cataluña "la política es una victoria del Barça. Aquí la ideología es el F. C. Barcelona. El 11 de septiembre es la noche después de la victoria del Barça. No tiene más valor político que ese". Aludía también a Vázquez Montalbán, cuya más celebrada sentencia es aquella de que "el Barça es el ejército desarmado de Cataluña". "Todas aquellas chorradas que deberíamos comernos con patatas antes de decirlas, porque después tienen consecuencias impredecibles", remataba Morán sobre el particular.
Valga esta previa para aclarar por qué la apurada y azarosa victoria del Barcelona ha sido acogida por la prensa catalana como una señal divina en los inicios de la II Guerra de Sucesión. El trastorno colectivo es una consecuencia bastante habitual del balompié, aquí y allí. La diferencia, y no precisamente de matiz, es que mientras el Real Madrid es sólo un club de fútbol, el Barcelona es más que un club y se parece cada vez más a una secta cuyos elementos de cohesión están vinculados en exclusiva a la política, lo que obliga a los jugadores a exhibir una catalanidad impostada (Iniesta hablando en la lengua propia), al club a diseñar una segunda equipación cuatribarrada notoriamente cantona y gafe y a los simpatizantes no catalanistas del Barça, si es que no los han desterrado a todos ya, a mirar para otro lado ante el imparable proceso de cretinización, implícito en comentarios como los de Mas.
Donde no llega el discurso cada vez más agresivo del nacionalismo llega el fútbol como coreografía de una guerra en la que el enemigo es España, transformado en el Real Madrid. De ahí que ese patético "hemos luchado, hemos sufrido y hemos vencido" haya sido convertido por los agudos medios locales, incluidos los deportivos, en una suerte de crónica de las virtudes de la raza encarnadas en el rondo y el tiki-taka.
La seriedad con la que se toman a sí mismos tipos como el actual presidente de la Generalitat y el monopolio informativo del relato nacionalista ayudan a comprender un discurso báltico para explicar un partido de fútbol en el que tipos como Pepe, Ramos, Bale y Ronaldo expresan todos los defectos y excesos de una España zafia, cutre, mercenaria y sin alma.
Y donde un aficionado cualquiera se pregunta cómo es que el árbitro no vio el penalti sobre Cristiano, la fe nacional-culé se regodea en una especie de superioridad moral de una vaselina del chileno Alexis Sánchez, como si fuera un gol de tres puntos o una carga de caballería de Antonio de Villarroel. Por esa misma regla, habrían de convenir en que Ancelotti apostó por la tercera vía y una reforma constitucional al poner a Ramos en el centro del campo y a Bale de delantero centro. Un democristiano, este Carlo Ancelotti; el socio italiano de Duran Lleida. Por no hablar del árbitro y el penalti. Aunque no se lo crean, hay gente en esa dimensión desconocida que está convencida de que España les roba; pese a todo.