Arafat ha muerto, después de varios días de agonía en los que se le ha negado su derecho a una muerte digna. Todos los que se emocionaron hasta la lágrima con la última película de Amenábar, se habrán sentido especialmente horrorizados viendo el sufrimiento inhumano al que se ha sometido al líder palestino, por culpa de una interpretación de los fines de la medicina tan escasamente progresista como ayuna de talante. Recetémosle, pues, con todo respeto, nuestro obituario blogoscópico.
¿Quién era el líder del pueblo palestino? Para empezar,«Arafat no era nativo de los territorios palestinos, aunque sus padres hayan repetido en diferentes ocasiones que nació en Gaza o Jerusalén, según los casos. De hecho, Arafat nació y estudió en El Cairo —habla la lengua árabe con marcado acento egipcio— y en contra de lo que se dice, no participó en la guerra árabe-israelí de 1948, donde empezó a crearse una cierta conciencia nacional palestina. Arafat, en realidad, ni siquiera tomó parte en la guerra del Canal de Suez, a pesar de que en repetidas ocasiones haya afirmado lo contrario». Ya en la Universidad de El Cairo, el joven Arafat empezó a destacar como activista político, «convirtiéndose en la cabeza visible de la Unión de Estudiantes Palestinos. Ahí fue donde empezó también a cultivar la imagen clásica con la que sería conocido años más tarde —kefiya, uniforme, media barba y pistola con correaje—, quizás para compensar su baja estatura y aspecto rechoncho». En las aulas universitarias cairotas, el joven Arafat empezó a forjar las herramientas analíticas con las que construiría su rico legado intelectual; «A la gente no se la atrae con discursos, sino con balas», máxima arafatiana de la época, resume espléndidamente la particular cosmovisión del personaje, que al cabo de los años le haría acreedor de un merecidísimo Premio Nobel de la Paz.
Pero Arafat, en última instancia un hombre de acción, no podía limitar sus esfuerzos al terreno de la especulación teórica, así que, llegados los años 70 decidió sentar las bases del «terrorismo moderno, con la masacre de Munich en 1972, el asesinato de diplomáticos norteamericanos en Sudán o la masacre de escolares en Ma’alot en 1974. Conforme las atrocidades se multiplicaban, la estrella de Arafat ascendía en el firmamento político. En parte por culpa de la tradicional cobardía Europa, y en parte también por la fascinación típica de la izquierda ante los hombres que encarnan la violencia».
Yasser Arafat, fiel defensor del igualitarismo en todos los terrenos, decidió también, en consecuencia, no restringir sus acciones violentas al enemigo sionista. Por el contrario, «si la violencia de Arafat contra judíos e israelitas era impactante, la violencia contra sus camaradas palestinos era mucho peor. Siguiendo la estela de otros ‘libertadores nacionales’, Arafat no veía con agrado a los disidentes dentro de sus filas. En 1987, por ejemplo, un dibujante palestino, Ali Naji Adhami, fue asesinado en una calle de Londres; su crimen fue haber insinuado en una caricatura que el Rais tenía un lío de faldas con una mujer casada».
Pero lo que quizás llama más poderosamente la atención en la figura de Arafat es su extraordinaria habilidad para las finanzas. Yasser Arafat, una de las mayores fortunas del mundo, «afirmó siempre que su riqueza provenía de su trabajo como joven ingeniero en el Kuwait de los años 50. Eso, y el 5% que todo trabajador palestino residente en países de la Liga Arabe paga como impuesto a la OLP, explicaría, según él, la envidiable solvencia financiera de la organización». Pero las cosas son un poco más complejas. En la diversificación está la clave, debió pensar en algún momento de recogimiento interior nuestro estadista; y así fue como la OLP empezó a expandir sus actividades comerciales «hacia el tráfico de drogas, el contrabando de armas, el lavado de dinero y la falsificación de moneda, hasta acabar amasando una fortuna estimada por el Servicio de Inteligencia Criminal británico para los años 1993 y 1994, en diez mil millones de dólares».
Quizás su especial talento para la economía, unido al férreo control que siempre ejerció hasta en los detalles más insignificantes de la Autoridad Palestina —que incluye, obviamente, la codificación de las cuentas bancarias donde duermen, bien seguros, los ahorritos palestinos— jugó en su contra en el agónico ocaso de su vida, pues las razones humanitarias, ay, suelen acabar sucumbiendo ante los poderosos móviles financieros.
Pero el mayor drama —es un escándalo que Lorenzo Milá ni siquiera lo haya mencionado en su sentido homenaje post-mortem televisivo— es que el Rais ya no podrá recoger el Doctorado Honoris Causa (ahora Mortis Causa) que la Universidad de Murcia le concedió en 1999, para escarnio de las letras y vergüenza de su Rector Magnífico. Y lo peor es que su desconsolada viuda no es probable tampoco que lo haga en su nombre: Se trata de una distinción honorífica que no lleva aparejado ningún tipo de estipendio económico. Una verdadera pena.