De entre las numerosas órdenes mendicantes de la izquierda, ninguna disfruta de tanto auxilio como la de los cineastas. No por menesterosa, sino por influyente. A los gobiernos centroreformistas les aterra su capacidad de agitación; a los socialistas les entusiasma la que tienen de persuasión, así que no importa quien detente el poder, los pesebres de la opulenta casta del artisteo cinematográfico siempre están a rebosar. Y eso que, a fecha de hoy, nadie ha podido explicar de forma convincente, por qué es necesario sufragar con nuestros impuestos el alegre bien pasar de nuestros cómicos, convirtiendo de paso a la industria del cine (español) en el único sector empresarial en el que el riesgo apenas existe.
Con el primer felipismo, la famélica legión de los cineastas atacó con voracidad el pastel de fondos públicos que se le ofrecía. En aquellos maravillosos años, ni siquiera era preciso realizar la película. Bastaba con presentar un guión con un proyecto y el salutífero maná estatal fluía torrencialmente a los bolsillos de nuestros Hitchcocks. De esta forma, en los primeros años noventa apenas llegaba a rodarse la mitad de las películas subvencionadas, extraña manera de administrar fondos públicos, que en el Código Penal de los países serios tiene una calificación jurídica muy precisa. La llegada del PP al poder tan sólo limitó moderadamente la desfachatez del proceso, de manera que a partir de ese momento se subvencionó al cine en función de su éxito en la taquilla. Es decir, que el auténtico beluga progresista, como la coproducción hispano cubana “Roble de Olor” (7 espectadores; no fue a verla ni la familia directa de los protagonistas) o la arriesgada propuesta narrativa de “Las noches de Constantinopla”, financiada por TVE y Canal + al alimón (62 espectadores; la familia carnal del director, los cuñados y poco más), dejó de percibir los cuantiosos subsidios que exige un Estado de Progreso. No es casual la furia con la que los millonarios de nuestro cine contribuyeron a acabar con ocho años de derecha, que amenazaba con terminar con sus derechos (especialmente el de esquilmar nuestro bolsillo)
Por fin, el equipo ministerial surgido del 11-M ha empezado a insuflar nuevas alegrías a un sector que ahora depende de la CCCP (Camarada Carmen Calvo Poyato), cuyos salutíferos efectos empiezan ya a notarse, al menos en el bolsillo de los directores y productores más sacrificados y desprendidos. Como la productora de los hermanos Almodóvar, que en la última convocatoria de ayudas de 2005 se ha embolsado 1.300.000 € de nuestros impuestos por dos películas, o la de Don Jesús Polanco, otro menesteroso, que ha percibido por cuatro largometrajes 1.440.000 €.
El holding de los hermanos Almodóvar es un conglomerado de empresas, entre las que se cuentan una sociedad de inversión y una inmobiliaria (¡Oh especuladores!). Del imperio multimedia de Polanco resulta ocioso entrar en detalles pues, además, nos quedaríamos cortos al evaluar su enorme potencia financiera. Y dicho esto, que la CCCP, los cineastas o incluso alguien inteligente explique por qué misterio redistributivo, el fontanero de Algete o el electricista murciano tienen que financiar con sus impuestos los negocios de estos multimillonarios.