Si tuviéramos que buscar un denominador común en la política exterior española desde que el gobierno de las ansias infinitas de paz rige nuestros destinos, éste sería sin duda la traición, categoría devaluada por una concepción desmedulada de la democracia. El resto de países con los que alguna vez estuvimos vinculados ya saben que la deslealtad es la divisa de este gobierno de zotes, lo que resulta también interesante, acaso especialmente, para nuestros enemigos, pues aunque el irenismo progre impida a ZP reconocer este hecho elemental, haberlos haylos. Es en este contexto en el que hay que entender la venta al gobierno de Marruecos –barato, barato– de los veinte tanques M-60 desplegados en Ceuta y Melilla (la última gestión del Ministro Bono antes de viajar a los EEUU para detener a Donald Rumsfeld y exigirle responsabilidades por la guerra de Irak), para ser utilizados en el Sahara Occidental y acabar de paso con las esperanzas del pueblo saharaui de que alguna vez se respeten los pronunciamientos jurídico-internacionales que exigen la celebración del referéndum anunciado desde 1974.
Hablamos del PSOE. El mismo partido político que en 1976, por boca de Felipe González Márquez, a la sazón su Secretario General, arengaba a los saharauis en sus visitas a los campamentos de Tinduf, con promesas de lealtad imperecedera. «Nuestro partido –clamaba González– está convencido de que el Frente Polisario es el guía recto hacia la victoria final del pueblo saharaui. Y está convencido también de que vuestra república democrática se consolidará sobre vuestro pueblo y podréis volver a vuestros hogares. Sabemos que vuestra experiencia es la de haber recibido muchas promesas nunca cumplidas: Yo quiero, por consiguiente (sic), no prometeros algo, sino comprometerme con la Historia. Nuestro partido estará con vosotros hasta la victoria final».
Eran los tiempos en que la defensa de la causa del Frente Polisario, se consideraba un imperativo progresista frente a la sombría España de la dictadura y su vergonzante Acuerdo de Madrid, con el que se ponía fin a nuestra presencia en África. Para ser honestos, eran también los tiempos de la ruptura democrática nonata y del primer congreso del PSOE tras la muerte de Franco, en el que entre aclamaciones diversas (España, mañana, será republicana) el partido se definía como «socialista porque su programa y su acción van encaminados a la superación del modo de producción capitalista mediante la toma del poder político y económico y la socialización de los medios de producción, distribución y cambio por la clase trabajadora», al tiempo que rechazaba enérgicamente «cualquier camino de acomodación al capitalismo o la simple reforma de este sistema».
La profesión de fe marxista del socialismo español duró muy poco –mucho más dura el proverbial oportunismo de la socialdemocracia–. Su lealtad a la población de la provincia saharaui española menos aún; tan sólo hasta su llegada al poder. A partir de ese momento, las promesas de adhesión inquebrantable al pueblo saharaui –con D.N.I. Español– fueron reemplazadas por una política de supuesta neutralidad, al calor del lobby promarroquí que desde siempre ha operado en España, con la que el PSOE acabó abandonando a su suerte a un pueblo que, por mandato del derecho internacional, sino por decencia histórica, estaba obligado a defender. De las arengas prosaharauis en las dunas de Tinduf, el socialismo patrio pasó al juego sucio a favor del Anschluss marroquí, como ocurrió con el famoso topo del Ministerio de Asuntos Exteriores, encargado de filtrar a los servicios secretos del sultán documentos confidenciales con información muy sensible relativa al Frente Polisario (Diario El País del 20 de junio de 1990), que obligó a Javier Solana a dar explicaciones públicas de esta «minitraición», como él mismo la calificó. Por cierto, en aquellos momentos, el Director General para África del Ministerio de Asuntos Exteriores era Jorge Dezcallar y el subdirector para la zona del Magreb un tal Miguel Ángel Moratinos; quizás al lector le suenen de algo.