El pasado 31 de marzo los seis poderes mundiales (los cinco miembros del Consejo de Seguridad de la ONU y Alemania), liderados por la Casa Blanca, alcanzaron un acuerdo preliminar con la República Islámica en torno al programa atómico que viene desarrollando ésta desde hace más de treinta años. Los términos tendrán que fijados antes del 30 de junio, fecha en la que se hará público el acuerdo definitivo.
Vendido por Washington a la opinión pública como un pacto histórico que garantizará la paz y la estabilidad de Oriente Medio para las próximas décadas, lo cierto es que este acuerdo marco sólo limita sobre el papel la posibilidad de que Irán cuente con la bomba atómica. Los compromisos arrancados a Teherán son tan modestos y la capacidad de ocultación del régimen de los ayatolás tan constante en el tiempo (en 2002 se descubrió que los iraníes tenían un programa atómico secreto desde 1984) que la creencia de que la firma de este documento vaya a erradicar el riesgo de un Irán con armamento nuclear exige grandes dosis de ingenuidad.
Pero ¿en qué consiste este acuerdo de las superpotencias con Irán?
En virtud del entendimiento alcanzado a finales de marzo, Teherán se compromete a limitar su capacidad de enriquecimiento de uranio, lo que no implica necesariamente el desmantelamiento de las instalaciones que en estos momentos tiene en funcionamiento. Irán mantendrá más de 6.000 centrifugadoras –necesarias para producir el combustible radiactivo empleado en la industria energética y en el armamento nuclear–, y además podrá contar con un modelo más sofisticado (IR-8), capaz de producir 20 veces más uranio enriquecido que los existentes en la actualidad.
Las autoridades iraníes llevan años asegurando que sólo quieren hacer un uso pacífico de la energía nuclear. Sin embargo, como señalan los expertos de Acción y Comunicación en Oriente Medio (ACOM), el combustible radiactivo que quiere procesar Teherán -que dispone de descomunales reservas de petróleo y gas natural- no sirve para los reactores destinados a la producción de electricidad, lo que convierte la argumentación iraní en un pretexto para seguir trabajando en su programa nuclear, con fines muy distintos, previsiblemente.
Por otra parte, el acuerdo preliminar limita las restricciones al programa atómico iraní a un plazo de 10 años. Por tanto, con el transcurso de una década la República Islámica será libre de utilizar su tecnología nuclear como estime oportuno… salvo que se inicie una nueva ronda de negociaciones, similar a la que se está desarrollando ahora.
En esencia, lo que tratan de hacer las potencias occidentales con este acuerdo es establecer ciertas limitaciones al desarrollo de la tecnología nuclear por parte de Irán, de manera que necesite como mínimo un año para construir una bomba atómica, en el caso de que esa sea su intención, en el entendido de que ese es el plazo que Occidente necesita para reaccionar adecuadamente a la amenaza. En contrapartida, las sanciones económicas que pesan sobre Teherán por sus reiterados incumplimientos de las normas internacionales serán levantadas de forma progresiva, aunque el régimen de los ayatolás ya ha dejado dicho que tendrán que ser anuladas en su totalidad en el mismo momento en que se firme el acuerdo.
El acuerdo de marras no es sólo una medida puntual para solucionar un problema concreto de limitación armamentística. Sus implicaciones afectan dramáticamente a los equilibrios geoestratégicos de Oriente Medio, donde Irán está acumulando cada vez mayores cuotas de poder. La catastrófica gestión de Barack Obama de los asuntos de la región está mermando sensiblemente el crédito de EEUU entre sus aliados tradicionales, entre los que se cuenta Arabia Saudí, cuyos dirigentes no quieren ni pensar en un Irán –nación chií– convertido en potencia nuclear. Otro tanto cabe decir de Israel, el socio principal de EEUU en la zona, cuya completa destrucción es el principal objetivo de la política exterior iraní, como se han encargado de proclamar innumerables veces sus dirigentes.
Con una ingenuidad inaudita, la diplomacia estadounidense confía en que un acuerdo con Irán permitirá a la facción considerada moderada del régimen de los ayatolás, liderada por el expresidente Rafsanyaní, conquistar mayores cuotas de poder y hacer evolucionar el país hacia una democracia homologable con los usos occidentales y respetuosa con sus vecinos. El problema es que el moderado Rafsanyaní ya pedía a finales de 2001 la bomba atómica, "que arrasaría Israel, aunque también produciría daños en el mundo musulman".
El levantamiento de las sanciones económicas permitirá a Teherán incrementar su apoyo a sus agentes en Oriente Medio, como Hezbolá en el Líbano, Hamás en Gaza, Bashar al Asad en Siria o los huzis en el Yemen. La posibilidad de que todas estas organizaciones terroristas y poderes locales estén amparados en el futuro inmediato por un paraguas nuclear está cada vez más cercana, gracias a unas negociaciones que, precisamente, se habían planteado para lograr todo lo contrario.
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