Los británicos eligieron en 1999 a Carlos Marx como el pensador más importante del milenio pasado. Hace unos días, acaban de elegirlo el filósofo más importante de todos los tiempos, por delante de Santo Tomás, Aristóteles, Hume y Ramoncín. Hay muchas formas de envilecerse; entronizar a los personajes más nefastos es tan sólo una de ellas. El conductor del programa de radio de la BBC que ha organizado la encuesta (en sus resultados tienen los publicitarios una imagen fiel del tipo de audiencia que sigue el programa; yo no anunciaría en él libros ni productos para la higiene personal), destaca que el pensamiento de Marx "parece proveernos de análisis y respuestas a muchos de los problemas de nuestro mundo". No puede ser de otra forma, pues la filosofía de Marx difícilmente pasa de ser un conjunto de profecías voluntaristas sin la menor base real, a pesar de la insistencia en su carácter científico, la hipocresía, como es sabido, es el homenaje que el vicio rinde a la virtud. En realidad, las teorías de Marx son para nuestros intelectuales como las cuartetas de Nostradamus para sus exégetas: Con un poco de buena voluntad lo explican todo.
Marx, como desmuestra Paul Johnson en su magistral "Intelectuales", antes que un pensador riguroso fue un poeta malhumorado, al que los forúnculos anales, fruto de su aversión por la higiene, sumían en un permanente estado de irritación. Sus pinitos líricos comenzaron con una tragedia en verso (con un par) titulada "Culanen", que a pesar de lo que pueda parecer no es el antecedente filosófico de la marea rosa actualmente en boga. La obrita no fue precisamente un éxito (dejémoslo ahí), lo que aconsejó al artista en ciernes cambiar la literatura por el ensayo político; eso que gano la primera y salió perdiendo el segundo.
Su vasta producción intelectual se reduce en realidad al farragoso postulado de grandes principios abstractos, que serían igual de admisibles o rechazables aunque se expresaran en el sentido contrario, pues no son la conclusión lógica de un proceso analítico riguroso sustentado en hechos reales. Al contrario, Marx utilizó para sus diatribas pseudocientíficas información desfasada, a menudo en varias décadas –los famosos libros azules–, pero como incluso así los resultados contradecían sus pronósticos, directamente la adulteró. En cuanto a su discutible excelencia literaria, no hay nada en su obra que de ser bueno sea suyo o que de ser suyo sea bueno. Las tres últimas frases del Manifiesto, que tanto han hecho soñar a los espíritus menos exigentes, son de Marat y de Schapper, y así se podría continuar con la mayoría de su brillantes hallazgos retóricos.
A pesar de estar considerado como el padre de la clase trabajadora, Marx no pegó en toda su vida un palo al agua; Zapatero tampoco, lo que demuestra el apego vital del estadista leonés a la ortodoxia del Maestro. Marx expolió a su familia durante gran parte de su vida, y cuando le cerraron el grifo del dinero, se dedicó a exprimir a sus amigos, especialmente a Engels, cuya actitud, servil hasta la náusea, es el precedente directo de los tiralevitas del futuro estalinismo. Su único contacto con la clase trabajadora lo tuvo con su criada, Lenchen, en cuyo catre acostumbraba a reflexionar sobre las contradicciones del capitalismo. Mientras tanto, seguía escribiendo miles de páginas en las que bramaba contra la explotación. Sabía de lo que hablaba.
Su inconstancia le impidió completar un cuerpo de pensamiento con vocación sistemática. Su Opus Magna, “El Capital”, concebida en seis volúmenes, quedó reducida a tres, y eso que los dos últimos son una compilación de Engels tras la muerte de Marx.