Comienza el Cónclave y, en consecuencia, comienza también el becario de Izquierda Unida a cronometrar los minutos que las televisiones públicas destinan a informar sobre el proceso para la elección del nuevo Papa. Antes había varios empleados dedicados a esa labor, pero como IU dejó de pagar los seguros sociales hace tiempo, se marcharon a la economía sumergida y ahora sólo queda un joven aspirante a concejal mirando las pantallas de las televisiones y manejando varios cronómetros a la vez. Es que les molesta que las televisiones públicas –y laicas por mandato progresista– hablen de la elección del nuevo Papa, cuando tras la muerte de Chávez hubo minutos enteros en que las cinco cadenas públicas de Televisión Española, qué vergüenza por favor, no mostraban en sus pantallas la imagen exánime de San Hugo o el testimonio de gratitud de las autoridades bolivarianas, unido a su firme promesa de llevar adelante la revolución socialista.
Lo que opinen los comunistas sobre ésta o cualquier otra cuestión importa un carajo a los españoles y, en general, a cualquier ser vivo del planeta, pero en su tosquedad los fans de Cayo Lara y Sánchez Gordillo reflejan un estado de ánimo compartido por todos los progresistas, incluso los más ilustrados, que les lleva a estar con este asunto de la elección del Papa bastante más cabreados de lo que en todos ellos es habitual, que ya es bastante. A los progres les molesta que se elija un nuevo Papa sin tener en cuenta su mandato de elecciones primarias para que este tipo de nombramientos recaiga únicamente en personas aceptables. En el caso del Sumo Pontífice, la clave pasa por la elección de un excura sudamericano, divorciado dos veces, partidario de acabar con el capitalismo y la dictadura de los mercados a través de la violencia, admirador de la obra de Fidel Castro y dispuesto a convertir a Hugo Chávez automáticamente en Padre de la Iglesia, para que su obra se estudie en los seminarios en régimen de igualdad con la Sagrada Escritura. Cualquier alternativa que no cumpla mínimamente estos requisitos les confirmará en su convicción de que hay que acabar con la Iglesia, y tan sólo la existencia de las típicas comunidades de base, que cambiaron el cristianismo por el marxismo, les impide llevar a la práctica la vieja conseja progresista de que la iglesia que mejor ilumina es la que arde.
Si el Paráclito se pone juguetón y deja a los cardenales un par de días sin infundirles su gracia electiva, los progres se pueden entusiasmar pensando que están a las puertas de una revolución en la Iglesia Católica, que es lo que sus enemigos declarados llevan esperando dos mil años en vano. Luego eligen a un Papa viejito y, lo que es peor, católico, y ya sólo les queda entonces escuchar las deprimentes homilías del pater Gabilondo explicándoles que es que la Iglesia, en realidad, no tiene solución.
Esto de elegir a un Papa creyente debería estar prohibidídismo.