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Pablo Molina

Ir al hospital en plena temporada alta

¿Qué ha pasado para que, tras doblar el gasto sanitario, las condiciones de atención en los momentos de mayor demanda sigan siendo tan penosas?

Con la llegada del frío, los servicios de urgencias de los centros hospitalarios, las salas de espera, los pasillos y cualquier espacio susceptible de albergar una cama se encuentran ocupados con un enfermo, generalmente una persona mayor, que suma al resfriado correspondiente de estas fechas las patologías de base que casi todo el mundo padece al llegar a cierta edad. En estos días vas a un hospital y parece que has entrado en una película de Hollywood, cuando una catástrofe hace que la gente acuda en masa a los centros de asistencia médica en busca de refugio. No es un episodio agradable cuando tienes a un familiar en esas circunstancias, pero el colapso hospitalario en ciertas semanas de invierno es ya tan recurrente que lo aceptamos con resignación.

Sorprende que bien entrado el siglo XXI, en el continente más desarrollado del planeta Tierra y formando parte de sus principales instituciones políticas y económicas, tengamos que estar con nuestros mayores en un pasillo de hospital, como si en vez de en Europa estuviéramos en cualquier zona de África poco desarrollada. Pero el asombro se acrecienta cuando miras los presupuestos de la sanidad pública y resulta que en la última década se han multiplicado por dos, a pesar de lo cual cada invierno vuelve la imagen de los enfermos abarrotando las zonas de paso de numerosos hospitales.

¿Qué ha pasado para que, tras doblar el gasto sanitario, las condiciones de atención en los momentos de mayor demanda sigan siendo tan penosas? Pues sencillamente que el Estado transfirió la sanidad a las comunidades autónomas, de manera que el gasto se disparó (hoy la salud de los españoles nos cuesta 30.000 millones más que en 2000), las plantillas de gestores se multiplicaron, los puestos de carácter político surgieron como champiñones... y la gente sigue agolpándose en los pasillos cuando arrecia el frío, como cuando todo este mastodonte nos costaba la mitad.

Nadie merece una atención tan deplorable, y menos aún los ancianos que han estado toda su vida cotizando. Pero este argumento elemental no parece hacer demasiada mella en los miles de cargos públicos autonómicos que detraen sus sueldazos del presupuesto de la sanidad. A lo más que llegan es a reunir a una comisión para redactar el clásico Libro blanco de la gestión hospitalaria en escenarios invernales. Un tocho en edición de lujo, cuya única utilidad es azotar con él a todos los dirigentes sanitarios autonómicos que tienen en los hospitales de su comunidad a los viejecitos tirados por los pasillos.

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