De la noticia sobre el combate callejero entre dos institutos de enseñanza secundaria del barrio guapo de Madrid, lo más sorprendente no es el hecho de que se trate ya de una tradición arraigada en estas fechas navideñas, como los belenes o el turrón, sino la indumentaria de los aguerridos educandos.
Unos estudiantes preservan sus pescuezos de los rigores invernales con la famosa pañoleta arafatiana, haciendo simpática apología del terrorismo antisionista, otros forcejean desde el suelo con los agentes que intentan esposarlos, con sus pantalones de marca caídos de la cintura y mostrando la ropa interior, finalmente algunos más exhiben la estética típica del borroka, con la capucha del chandal subida. Es difícil saber cual de estas imágenes resulta más repulsiva. En todo caso, si algo representan con sus poses y conducta, es la claudicación moral a la que ha sido inducida una generación entera de españoles por parte de unos ungidos, convertidos en líderes de opinión, que un día se autoconcedieron la facultad de dirigir los destinos de la sociedad. Por supuesto que se trata de una minoría de adolescentes, pero hablamos de los vástagos de la clase media ilustrada de la capital de España, practicando actividades extraescolares que necesitan intervención policial. Todo un indicio del estado actual de nuestra educación.
Cuando en virtud del vitriolo pedagógico esparcido por la izquierda, dejó de considerarse a los niños monstruos en potencia a los que es necesario educar, para encaminarles por la senda del nihilismo, de la astenia moral y del rechazo de todo lo que tradicionalmente se ha considerado un sano esfuerzo de superación personal, el resultado es una generación desnortada de jóvenes, incapaz de tratar con su propia existencia. Los modelos de conducta en los que se mira la generación actual, diseñados a través de consignas, tópicos y prejuicios fuertemente politizados, son una mezcla de depravación y cinismo a partes iguales, fruto de varias décadas de continuo desistimiento de las voces públicas, a las que se había encomendado el papel tradicional de robustecer los principios en los que se asienta la civilización. Cuando las elites desertan de su deber, la catástrofe está asegurada.
Uno de los síntomas más evidentes de esta degradación colectiva es el pavor cerval a la independencia que muestran los adolescentes actuales. Incapaces de formarse un criterio válido para interpretar su papel en el mundo, pues sus mayores declinaron la responsabilidad de proporcionarles las herramientas lógicas necesarias para ello, buscan desesperadamente adherirse al grupo de moda para que sea la tribu la que les diga cómo deben vivir.
Con un ambiente cultural que disfraza el fenómeno terrorista con una aureola de misticismo romántico, que presenta las algaradas violentas de los revolucionarios antisistema como la máxima expresión del utopismo filantrópico y que sacrifica continuamente la esencia individual en el altar de lo colectivo, lo realmente milagroso es que no haya miles de jóvenes quemando restaurantes de comida rápida o cajeros automáticos a tiempo completo.
No deben seguir preocupándose los ideólogos de la LOE por el futuro de esa magna asignatura que nos anuncian. Estos chicos están ya educados para la ciudadanía. Ciudadanía socialista, que es de lo que se trata.