A punto de entrar en el cuarto año de un conflicto bélico que ya ha dejado 200.000 muertos y más de tres millones de refugiados en los países limítrofes, la situación en el bando opositor al dictador a Bashar al Asad está muy lejos de clarificarse. Antes al contrario, la irrupción de los terroristas del Estado Islámico (EI) en amplias zonas del norte y este del país, procedentes del vecino Irak, y la batalla interna por la primacía del yihadismo entre el EI y el Frente Al Nusra –la filial siria de Al Qaeda–, añaden un nuevo factor de inestabilidad que impide en estos momentos hablar de una oposición organizada al régimen de Damasco.
Este caos dentro de las filas rebeldes tiene importantes implicaciones geoestratégicas. Por ejemplo, las ricas petromonarquías del Golfo Pérsico apenas tienen ya a quien apoyar, pues detestan a Bashar al Asad casi tanto como temen a los terroristas islamistas suníes del EI y Al Qaeda. En cuanto a la estrategia de EEUU, la atomización de la oposición moderada y la necesidad de combatir a la fuerza emergente del Estado Islámico hacen que los planes para derrocar a Asad, si es que alguna vez existieron, hayan pasado a un segundo plano.
Obama ha empezado a atacar en Siria, pero sólo para limitar la expansión territorial del EI desde Irak, y tres años después de que el presidente norteamericano dijera que la única solución para acabar con el entonces incipiente conflicto sirio era que Asad abandonara el poder. Más tarde amagó con atacar directamente al régimen baazista por su uso de armas químicas contra el pueblo sirio, pero la firme defensa que Rusia hizo de su aliado en la zona dejó en agua de borrajas también esa amenaza.
En realidad, los ataques de la aviación aliada sobre territorio sirio contra los grupos terroristas benefician a Bashar al Asad, porque la acción de la coalición internacional contra el Estado Islámico y el Frente Al Nusra tiene como efecto colateral el dejar las manos libres a Damasco para combatir a los demás grupos rebeldes en otras zonas del país.
Los grupos moderados confían en que las presiones de Turquía y Arabia Saudí, aliados regionales de EEUU y encarnizados enemigos de Asad, obliguen a Obama a lanzarse contra Damasco, pero la estrategia de la Casa Blanca hasta el momento no incluye ese tipo de acciones, que desencajarían las pocas piezas que de momento siguen en su sitio en el rompecabezas sirio. La Administración Obama parece más partidaria de seguir apoyando a las milicias moderadas opositoras a Asad, para que sean sus miembros los que resuelvan la batalla interna por el poder, una tarea que podría durar años si el resto de las circunstancias permanecen estables, cosa que también está por ver.
Para acabar de complicar las cosas, el descenso vertiginoso del precio del crudo en los últimos meses, que ha dejado la cotización del barril por debajo de la mitad de su valor hace un año, aporta una dificultad añadida para que los países aliados de EEUU puedan afrontar con éxito la batalla contra Asad, también perjudicado a su vez por el efecto de dicho descenso en las exportaciones de petróleo sirio. Irán y Rusia, los principales aliados de Asad, están padeciendo todavía con más crudeza el desplome del precio del barril a causa de las sanciones internacionales motivadas por la agresiva política exterior de Putin y las ambiciones armamentísticas nucleares de Jamenei. El resultado de toda esta maraña de circunstancias es que Siria es ahora mismo un mosaico de grupos con intereses cruzados que buscan alianzas puntuales mientras persiguen objetivos distintos, cuando no abiertamente contradictorios.
A punto de entrar en el cuarto año de guerra civil, Siria se ha convertido en un entramado caótico de facciones que combaten entre sí, ante la mirada de las potencias internacionales y de los aliados suníes y chiíes de la zona, que cada vez tienen menos claro a quién o quiénes les interesa apoyar.
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