Salvo que la cadena del grupo PRISA descubra la existencia de algún cardenal suicida en el último cónclave y sea necesaria su repetición, lo más probable es que la elección del nuevo Papa tenga carácter irreversible, para disgusto de nuestra progresía, que por otra parte ha cumplido su papel como se esperaba. «Responsable de la involución eclesial de las últimas décadas», «cancerbero de la fe» o «enemigo de toda corriente innovadora en el campo pastoral» son algunos de los epítetos con los que los progres de nómina quintaesencian su ignorante animadversión contra la institución católica. Llamazares, por ejemplo, cuyo fervor cristiano es de sobra conocido, ha proclamado desde la altura teológica de su marxismo asilvestrado —¡se van a enterar en Roma!— que el “Espíritu Santo se ha equivocado”. No consta aún que el Vaticano haya acusado recibo de la advertencia, pero el recado, sin duda, ha debido hacer pupa.
Si la vagancia no fuera un elemento consustancial de la secta, sus integrantes hubieran descubierto la inmensa altura intelectual del nuevo Papa y su prestigio como teólogo, demostrados no sólo en su producción bibliográfica sino también en sus debates públicos con los más prestigiosos filósofos laicos. Entre ellos está el último representante de la marxista Escuela de Frankfurt y Premio Príncipe de Asturias, faltaría más, Jürgen Habermas, que a diferencia de nuestros gañanes marxistoides, reconoce que para un laico es muy conveniente estar atento a la sabiduría que se esconde en las tradiciones religiosas. En estos debates, de gran hondura teológica y filosófica, Ratzinger analiza con finura cuestiones actuales como el positivismo o el relativismo. En este contexto, su defensa del iusnaturalismo como origen de los derechos individuales del ser humano anterior a cualquier constitución política y de la racionalidad como gran herencia de la Europa cristiana (antítesis de la ideologización de la razón propia de la modernidad), aportan un valioso magisterio no ya para los católicos, que por supuesto, sino para cualquier persona sinceramente interesada en ahondar en los grandes problemas filosóficos de nuestro tiempo.
Tampoco entiende nuestra intelectualidad progresista el hondo significado de la elección del nombre para su pontificado, casi un programa apostólico en sí mismo, pues su antecesor nominal en el trono pontificio, Benedicto XV hubo de bregar en tiempos duros (la Gran Guerra europea) con una cristiandad amenazada además por el nacimiento del comunismo, como ahora lo está por el surgimiento del fanatismo islámico. Por no entender, no son capaces de interpretar el significado de la imagen de los tres últimos presidentes norteamericanos (potestas), arrodillados frente al cuerpo exánime del último pontífice (auctoritas). En su lugar, nuestra cabaña cultural prefiere seguir cultivando su perfil comecuras. Son los que creyéndose enemigos de Dios, sólo alcanzan a serlo del sacristán.